Huracán vs. Belgrano de Córdoba. La crónica.

        Cual Virgilio (la razón) y Beatrice (la fe), guían mi recorrido por el Palacio Tomás A. Ducó mis amigos Alejandro J. Lomuto y Avelino Rolon. No sé de cuánta razón pueden alardear estos dos: uno es periodista y escritor; el otro creo que fue empleado de algún poder judicial. Pero fe les sobra: ambos son devotos del Club Atlético Huracán. Han prometido rescatarme de mi propia selva oscura trayéndome a este enclave art déco en el barrio de Parque de los Patricios. Pareciera que tampoco carecen de sadismo, porque eligieron para eso una noche de agosto en el hemisferio sur que me haría evocar una de febrero en Oslo si hubiera yo visitado Noruega alguna vez. 

        Como corresponde a un periplo dantesco, el mío debe comenzar por un infierno, pero en uno frío. Eso a pesar de que mis tutores se pasaron toda la semana haciendo atroces referencias a fogatas y a gente incendiaria (hablaban de “la quema” y de “los quemeros”, seguramente para disuadirme de la visita).

        Algo ocurrirá en una de las dependencias palaciegas. Me hablan de cierto encuentro con unos cordobeses. No será la primera vez que yo concurra a una reunión sin saber de qué se trata: trabajé muchos años en una corporación multinacional algo compleja (un día llegué a una reunión en un piso cincuenta y dos que miraba al río Hudson sin haber podido descifrar antes quién era el que me había convocado dos días antes desde el otro lado del Atlántico).

        Apenas uno traspone su puerta, ese palacio desconcierta. Termina siendo una fachada como las que hay en los estudios Universal. Atrás, en lugar de salones de baile revestidos de mármoles y espejos lo que sigue es un baldío. Ni una estatua, ni una sola fuente adornan ese jardín minimalista. Muy lejos está este palacio del de Versailles, para no hablar de la magnífica Reggia de Caserta. Pero debo admitir que, considerando que nosotros no hemos tenido por acá reyes, el Tomás A. Ducó es bonito.

        El misterio se disipa cuando uno entiende que allí ocurrirá, más que una reunión, una especie de entretenimiento.

        A cada rato se oye una locutora cuya voz se parece mucho a la de la persona que animó la presentación del libro de Alejandro Huracán 1973. La historia de un equipo inolvidable (Ediciones Al Arco, Buenos Aires, 2023), oportunidad que el autor aprovechó para que Pichín Roganti y Omar Larrosa tuvieran el gusto de conocerme.

        La función denota lo mal que solemos trazar las políticas públicas en este país. Los que visten el mismo color (así, a ojo de buen cubero, diría que son más o menos la mitad del elenco) demuestran una conmovedora actitud de compañerismo, hasta de solidaridad, que no tienen para nada con los que llevan otro atuendo. Entre los homólogos se prodigan todo tipo de atenciones, comparten alternadamente el uso de la pelota (mediante una faena que llaman “pase”), se acercan para socorrer a cualquier colega que viva una situación embarazosa, e via dicendo. En cambio, cuando los otros desean hacer algo se les despierta un instinto como de obstaculización, no permiten que el prójimo despliegue sus propias habilidades, organizan una verdadera “máquina de impedir” que incluso a veces deviene en vías de hecho un poco descorteses. Una contribución a la armonía del género humano sería hacerlos vestir a todos del mismo color, o convocar solamente a jugadores daltónicos. Cualquier estudiante de primer año de Economía comprende que así se producirían más “externalidades positivas”: hay más probabilidad de lograr pases exitosos entre veintidós personas que entre once.

        Resulta algo difícil reconocer a cada personaje de la obra por el physique du rol. Son todos fungibles. Llevan el mismo corte de pelo: una coronilla en forma de taza bajo la cual lucen rasurados como conscriptos. Probablemente los hayan reclutado de algún presidio, porque llevan tatuajes que tienen símbolos rarísimos, acaso para indicar en qué pabellón estuvieron alojados, y su grado de peligrosidad.

        La obra se parece bastante a un pleito con demanda y reconvención. Unos pretenden que la acción avance en un sentido y otros, en otro. Las corrientes de pensamiento opuestas operan como frenos y contrapesos y fomentan la trabazón. Ese hegeliano proceso antitético también complica sobremanera la tarea de uno que parece hacer como de juez. Ese hombre no habla, hace saber sus decisiones mediante un dispositivo analógico con el que provoca pitidos (el procedimiento no ha sido todavía digitalizado), pero como su instrumento siempre da la misma nota debe ayudarse con lenguaje de señas para aclarar el sentido de sus providencias, como si jugaran hipoacúsicos. A veces levanta la mano izquierda, otras veces señala un rincón o el centro del escenario, entre otras muecas como las que hacía Marcel Marceau.

        Su Señoría es ayudado por dos secretarios, como en el fuero comercial. Pero delega poco en ellos. Tienen un ámbito de actuación bastante modesto, porque sólo corren en un sentido y en otro siguiendo una raya como presas de un episodio de Síndrome de Déficit de Atención con Hiperactividad (ADDH, por sus siglas en inglés). No necesitan poner un artefacto móvil sobre un alambrado para estimularlos, como se hace en las carreras de galgos. Cada tanto levantan una banderita como ocurre en los navíos (eso refuerza mi hipótesis de que podría tratarse de una reunión de hipoacúsicos), pero el de enfrente no contesta con otra señal, por lo que probablemente sea ciego. Durante noventa minutos los secretarios no logran entablar entre ellos ninguna comunicación.

        Como en las audiencias, puede asistir el público. Pero el juez no logra mantener el decoro que corresponde a la majestad de la Justicia. El lenguaje que se habla en las gradas es algo soez, pero él no desaloja el sitio ni siquiera cuando oye referencias a su genealogía.

        Debajo de unos palos como los que ponen sobre las tranqueras para que no entren cuatreros hay dos que se comportan de manera arbitraria. No rige la igualdad ante la ley, porque esos dos algunas veces, pícaramente, toman la pelota con las manos en lugar de patearla. Les resulta indiferente usar cualquiera de sus cuatro extremidades, como a los simios.

        El coro de asistentes funciona como una orquesta de cámara: sin director. Entona como guiado por una mano invisible. Se advierte cierto desdén por los derechos de autor. Las canciones respetan las partituras originales, pero no las letras. Se ve que hoy no ha venido el inspector de SADAIC. Como no entregan programa de mano, uno no puede saber de cuántos movimientos se compone cada pieza, y cuándo debe aplaudir.

        El sitio no dispone de foyer para el entreacto o, por lo menos, yo no he encontrado dónde ofrezcan el champagne y los bocaditos como en el Teatro alla Scala o en el Met Los asistentes, indiferentes al flagelo del colesterol, parecen preferir pan con embutidos o una indescifrable carne picada (me le he acercado y difiere bastante del kobe beef).

        Cada tanto ocurre una discusión sobre si unos u otros han obrado conforme a derecho. El jurado popular, integrado por miles de personas, parece inclinado a darle la razón siempre a la misma parte. Pero nadie lo recusa por “enemistad manifiesta”.

        Cuando se anuncia el reemplazo de alguien del elenco que la locutora había anunciado al principio, el público lo acepta dócilmente y ni siquiera pide la devolución del dinero, como hacían en el Liceu cuando Montserrat Caballé cancelaba una función debido a una gripe (catalanes y todo, esos devolvían el dinero, estos no).

        En las gradas no se genera ningún verdadero diálogo, mucho menos un debate del tipo ateniense. Cada uno dice lo que le viene en ganas interrumpiendo al de al lado. Todos parecen Luis Majul. Se habla un dialecto que yo desconocía que existiera en Parque de los Patricios, poblado de expresiones como sunabarbaridá, conchasumadre y nilotocó (esta última, de evidente etimología guaranítica).

        Ciertas actitudes de los protagonistas, en proximidad de la pantorrilla de uno vestido de otro color, me recuerdan aquello de Facundo Cabral: “en los Estados Unidos los negros se hacen boxeadores para poder pegarles a los blancos legalmente”. Las patadas sólo provocan una brevísima interrupción indicada por el monocorde pitido sin que intervenga ningún fiscal para investigar la probable comisión del delito de lesiones, ni que Patricia Bullrich haga declaraciones vestida como un soldado de infantería. El baldío del Palacio parece una sospechosa zona liberada del barrio rosarino de Echesortu.

        Como ocurre en los países socialistas, se penaliza el éxito. Si algún avispado se adelanta le impiden continuar su camino. No veo por qué alguien más sagaz deba tener la culpa de la indolencia del prójimo. Esa regla auspicia la mediocridad.

        Cuando el de los palos anticuatrerismo se distrae (acaso porque evoca un amor no correspondido) sobreviene un gol y los actores comienzan a besarse apasionadamente haciendo caso omiso de su desagradable transpiración. Pero se trata de un erotismo que no pasa a mayores, de un proceso interruptus: segundos después vuelven a lo que estaban haciendo como si nada hubiera pasado entre ellos. Se los ve muy profesionales. Tal vez se ayuden trabajando los lunes como actores porno.

        Un auxiliar que denominan el ténico se desgañita durante una hora y media dando indicaciones como Garibaldi en la Batalla de Calatafimi. No entiendo por qué no las dio antes en un ambiente más relajado y silencioso, mate y bizcochitos de por medio.

        Una vez que los de un color se han acostumbrado a bregar para un lado sobreviene el entreacto y deben aprender a maniobrar en sentido contrario. Se desperdician así tontamente los cuarenta y cinco minutos que cada grupo ha invertido en capacitarse en la destreza opuesta. Otra rareza es que la ventaja en el marcador no motiva a perseguir nuevos logros ni provoca entusiasmo, sino abulia. Los que van ganando comienzan a lentificar sus movimientos, a lucir desganados, como si no valoraran lo que han logrado. Miran el reloj como oficinistas estatales faltos de autoestima.

        Cuando debe patearse desde la banderita del rincón (corner, le llama a eso algún egresado del colegio San Andrés que se infiltró en Parque de los Patricios) los asistentes más próximos le recuerdan al pateador lo más miserable de su condición, y hasta alguno de pulmones prodigiosos lo alcanza con una certera secreción salival. Probablemente se trate de un rito ancestral de los babilonios, que eran medio bestias.

        Los artistas saludan al final, pero no hacen ningún bis. El juez parece ser el dueño de la pelota, porque insiste en llevársela.

        Mientras bajan las escaleras, Rolon y Lomuto se miran. Luego me despiden y creo oír que mientras se alejan murmuran algo así como “primera y última vez”. Por cierto, antes me habían informado el triunfo de Huracán, un dato que por algún motivo ellos consideran relevante.

-Ω-


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