El homo sapiens y sus derechos (comentario a un libro)


Acabo de leer Sapiens, a brief history of humankind, de Yuval Noah Harari (Nueva York, Harper Collins, 2015). Lo encontré magnífico, iluminador y atrapante. Es notable lo que produce mirarse a uno mismo como miembro de una especie que hace decenas de miles de años vivía de manera bien distinta de la de hoy. Particularmente interesante me pareció la interpretación que hace el autor de que la Revolución Agrícola, que hizo que los nómades que sólo juntaban vegetales y cazaban animales salvajes pasaran a ser agricultores, domesticaran bestias para hacerlas trabajar y se quedaran quietos en un sitio, trajo al hombre menos ventajas que problemas, pues entre éstos le generó la incertidumbre de que una cosecha no fuera igual que la anterior, y la inseguridad, porque debió empezar a cuidar lo propio. La obra está repleta de datos asombrosos como ese, muy bien escrita y no carece de humor.
Pero me parece que en un punto el Harari, erudito en cuestiones biológicas y antropológicas, cae presa de la famosa “ley del instrumento” popularizada por Maslow, que dice que todos exageramos la herramienta que sabemos manejar: el que vende martillos cree que todos los problemas son clavos.
Harari se refiere a los derechos del homo sapiens como otro mito necesario para la convivencia, como los dioses o cualquier otra leyenda. Explica que para empezar a vivir en ciudades, o por lo menos en comunidades de más de unas pocas docenas de personas, al hombre no le bastaron las relaciones con otros individuos, sino que necesitó de algunos mitos para mantener unida a esa tribu algo más grande y para que sus miembros pudieran interactuar con algún provecho. Cita aquella frase de Voltaire: “yo sé que no existe un Dios, pero no se lo digas a mi sirviente porque me va a matar esta noche”.
En esa categoría de falsedades que se sostienen porque sirven para algo el autor coloca a los derechos, a las normas que los reconocen y a todo lo que hace falta para hacerlas cumplir, como los gobiernos y los tribunales. Opina que el homo sapiens no tiene derechos, como no los tienen la araña, la hiena o el chimpancé. Considera, por ejemplo, que el principio de que los seres humanos nacen iguales contenido en la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos es otro de los mitos que hacen falta para evitar males mayores, porque es obvio que no todos nacemos iguales, y que ese mito es tan falso como el principio del código babilónico de Hammurabi del siglo 18 antes de Cristo de que la vida de un esclavo vale menos que la de un hombre libre. Tanto una idea como la otra serían artificios que sólo resultan útiles para sostener un orden de cosas.
Me cuesta compartir ese punto de vista del autor (de paso, también otros, como atribuir todos los resultados dispares a la discriminación irracional, algo suficiente rebatido por el economista negro Thomas Sowell en Discrimination and disparities).
Da igual que el ser humano haya venido de un muñeco de barro hecho por un dios creador que lo sopló, de alguna intervención divina posterior en la evolución del mono, de la mera evolución sin divinidad alguna o de un desparramo azaroso de moléculas tras de alguna explosión: el punto es si se trata de una especie que tiene características diferenciales como la razón, la conciencia, las alternativas frente a los estímulos externos, la sociabilidad consciente y el impulso estético. Si contestáramos que sí, sería inevitable concluir que la persona humana tiene derechos, entendidos como lo que le hace falta para vivir como lo que es y no como otra especie.
Puedo admitir que semánticamente no les llamemos “derechos”, ni “derechos humanos” (un pleonasmo, porque no hay derechos que no sean humanos), pero el punto es si existen por fuera de la voluntad caprichosa del que manda como requisitos para la subsistencia de la propia especie según su naturaleza. ¿Nuestra especie está en el planeta para vivir como una persona humana, pensando, generando abstracciones y habilidades para subsistir y eligiendo entre cursos de acción cuando enfrenta una amenaza o es igual que la hiena, incapaz de entender el concepto de triángulo, de aprender alfarería ni de elegir qué comer y qué dejar cuando tiene hambre? Si admitimos, y permitimos, que exista la especie del chimpancé, si no decidimos eliminar a todos los chimpancés que existen en el planeta, no hay manera de oponerse a que ese bicho tome las frutas de los bananos. Sería inútil exigirle que se preparara un Big Mac. Creo que lo mismo ocurre si admitimos que la existencia del hombre es un hecho, seamos ateos o evolucionistas.
A diferencia de los otros animales, nosotros necesitamos entender cuáles son los problemas de la vida y encontrarles solución a través de habilidades que no recibimos al nacer como instintos: para sobrevivir debemos pensar, lo que implica la generación de conceptos abstractos, y aprender, no sólo de nuestras vivencias sino también aprovechando lo que han aprendido los que vivieron antes, algo que la pobre cucaracha no puede hacer (no vive mejor por lo que aprendió su bisabuela). Necesitamos actuar para no morir de hambre, de frío o por un ataque de las otras especies: debemos trabajar porque el sustento y el abrigo no vienen provistos por la naturaleza. Un bebé sin nadie que lo cuidara y alimentara moriría: necesitamos determinada atención inicial. Necesitamos interactuar entre nosotros: debemos complementarnos viviendo en sociedad para intercambiar conocimientos y cosas a diferencia del mono, a quien no se le ocurre intercambiar su habilidad para recoger bananas por la de la chita para atrapar a algún bicho que le interese: no hay monos mercaderes. Y, tal vez lo más decisivo, no somos como la lombriz, que no puede elegir su curso de acción frente al estímulo del frío o del calor o del hambre (reaccionará siempre igual, del mismo modo que todas las demás lombrices, las de hoy y las de hace quinientos años) nosotros tenemos alternativas: estamos obligados a hacer elecciones, y por eso somos seres morales. Objetivamente, nos guste más un curso de acción que otro, sabemos que no todos se ordenan de igual manera hacia el bien, nuestro propio bien entendido como una vida acorde con nuestra naturaleza (Fernando Savater en Ética para Amador resume la ética como “date una buena vida hoy”). Y podemos participar de la vida en sociedad, algo que no hace conscientemente el elefante que lidera la manada ni los que lo siguen. Los elefantes no podrían organizarse como el parlamento británico. Es imposible que se les ocurra esa idea sencillamente porque no se les puede ocurrir ninguna idea. En cambio, los humanos sí podemos adoptar conductas de bestias, y lo hacemos bastante a menudo... En esas necesidades derivadas de nuestra naturaleza se originan el derecho a vivir, a pensar libremente, a trabajar, a asociarnos, y a vivir según nuestras elecciones morales, religiosas y políticas. Afirmar que esos derechos son mitos impuestos por un gobernante para mantener a sus patitos en la fila equivale a negar la existencia de la persona humana como tal. Y la humanidad sabe bien a qué ha llevado esa negación.
Chesterton escribió en El hombre eterno que, mientras imaginamos al hombre de la edad de piedra como un ser bestial que se dedicaba a arrastrar a sus mujeres del cabello y a darles garrotazos todo el tiempo, lo único que sabemos de él es que tenía una sensibilidad suficiente para adornar con dibujos las paredes de la caverna. Su condición de cruel maltratador de mujeres es una conjetura; la de artista, una certeza. Y no conozco a ninguna hiena que haya compuesto Adiós Nonino, que haya dibujado Las meninas. Ni siquiera una vaca en la pared.

Comentarios

  1. Hola Marcelo. Super interesantes el libro de Harari y tu análisis. Entiendo que el primero en plantear que los derechos son una construcción social fue el amigo Rosseau en El contrato social "... el orden social constituye un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Sin embargo este derecho no es un derecho natural: está fundado en convenciones."
    Según mi profesor de filosofía social, en esto se opone a Locke y otros ingleses, que tienen una postura muy similar a la tuya.
    No deja de sorprender mi cabeza, tallada por la facultad de ingenieria, donde los debates "se resuelven", este tema de las ciencias sociales de debatir cientos (a veces miles) de años una idea sin agotarla. Un abrazo

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  2. Gracias a los tres. Ronald: nunca vi a nadie más interesante que los ingenieros que sienten curiosidad por las humanidades (la ingeniería, o tal vez la matemática) debería ser carrera obligatoria para después estudiar cualquier cosa. Aunque yo también estudié una disciplina (no una ciencia) dura, en el sentido de binaria: el derecho. Un contrato es válido o no, el juez le cree a un testigo o a otro, una acción está prescripta o no. Incluso los juristas dividen al mundo en locos y cuerdos, una distinción frente a la cual mi mujer psicóloga se mata de risa. Es una disciplina más dura de lo que suele creerse. Los charlatanes que blablatean en nuestras facultades la ablandaron. Abrazos.

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  3. Muy bueno! Estaba tratando de entender porqué un libro que empezó de modo tan interesante me resultó en un punto pesado, a tal punto que suspendí la lectura de Sapiens ... y noto ahora, leyendo tu artículo, que eso pasó cuando empezó a profundizar en ese punto justamente. Me gustó eso de que "el que vende martillos cree que todos los problemas son clavos". Quizás lo retome, pero no sé... veremos.

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