Fundamentalismo itálico

Massimo Bottura es un célebre cocinero italiano, dueño de Osteria Francescana, un restaurante de Módena que muchos críticos han considerado el mejor del mundo. Escribió un libro lindísimo que se llama Nunca confíe en un chef italiano flaco. Es un consejo dado en broma, no sólo porque en Italia hay muy poca gente gorda, sino porque Bottura es delgadísimo.

Pero otros consejos sí serían bastante útiles cuando en Italia uno debe enfrentarse con un profesional de la gastronomía. El verbo (enfrentarse) no es exagerado, porque a veces los que viven de los clientes se baten con ellos en duelos conceptuales bastante pintorescos.

Declaro bajo juramento que los siguientes episodios me sucedieron tal como los cuento. Los diálogos que reproduzco no contienen ninguna exageración literaria.


Café caliente

Amalfi, mesa al aire libre. Me pregunta María José:

- ¿Por qué el café es tan rico acá?

- Entre otras cosas, me parece, porque no lo queman. Lo toman en segundos, parados en la barra. Para el gusto nuestro está un poco frío. Ellos no entienden que en Starbucks (que no hay en Italia, salvo un showroom que pusieron en Milán y algún local perdido al que sólo van turistas) uno tenga que esperar quince minutos para tomar un café.

Le traen el cappuccino. La cara del camarero denota el desprecio que los italianos sienten por alguien que pide eso después de las doce del mediodía, sobre todo si lo toma en la sobremesa (para ellos, una imperdonable americanata). Entre que para nosotros viene frío, que estamos al aire libre y que ella se demora un poco en tomarlo, me pide que le consiga otro bien caliente.

- Señor, podría traerle a la señora otro cappuccino, pero que esté muy caliente.

- Gentilmente, lo lamento, acá el café se hace bien.


Pesto desubicado

Chiavari. Almuerzo con un genovés.

- Andrea, me gustaría comer spaghetti al pesto, ya que estamos en Liguria…

Interviene el camarero.

- Con todo respeto, los spaghetti no son convenientes para el pesto. Tiene que ser una pasta cortita y de otra forma, para que se adhiera. Como las trofie.


Arruinar frituras

Bari, un servidor pide fritto misto.

- ¿Tendría limón?

- Sí, pero lo desaconsejo. Le quita al marisco lo crocante.


Se llama orgullo

Pequeño restaurante en el caserío de Cavi di Lavagna, Liguria, ocho de la noche. Me atiende la dueña, una señora mayor.

- Señora, estoy viviendo cerquita, en Le villette. Comimos el otro día acá y nos gustó mucho. Mi mujer está trabajando y termina como a la una de la mañana, por la diferencia de hora. ¿Podría venderme este plato de pescado para llevar? Se lo pago obviamente al precio de la carta.

- No, no puedo...

- ¿Disculpe, por qué?

- Y, no estará bueno, va a llegar frío.

En eso sale una camarera argentina que yo había conocido y le digo reservadamente:

- ¡Hola, platense! Usted es mi hada madrina. No puedo creer que me esté pasando esto. ¿No la puede convencer a su patrona, que está un poco nerviosa? Dígale que asumo yo el problema de que el plato no llegue bien luego de hacer doscientos metros hasta mi casa. Si quiere le firmo una declaración que diga que reconozco la calidad con que salen las cosas de su cocina y que la libero de toda responsabilidad al respecto. Me las rebusco escribiendo esas tonterías, soy abogado….

- ¡Ja, ja! ¡Uy, señor! ¿Vio cómo son los italianos? Déjeme que hable con ella.

Después de un rato la dueña acepta venderme el plato, pero con una cara que yo no podría describir sin utilizar una palabra soez de cuatro letras.

-Ω-


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