Hombres de honor, ma non troppo
El inglés John Dickie es profesor de una singular especialidad llamada Italian
Studies. Eso le permitió escribir varios libros bien interesantes. Entre
ellos, Delizia!,
donde se dedica a estudiar las causas históricas de que los italianos coman tan
bien. Yo he leído dos sobre la mafia: Storia
della Cosa Nostra y Mafia
Republic, este último sobre la actuación posterior a la Segunda
Guerra Mundial de esa organización siciliana, de la Camorra napolitana y
de la N’drangheta calabresa.
Dickie considera equivocadas dos creencias usuales sobre la Cosa
Nostra. La primera, que la aparición de semejante fenómeno se haya debido a
la pobreza. Parece que la cosa fue al revés, y que en realidad la mafia nació
en 1860 en los alrededores de Palermo, la zona más próspera de la isla, cuando
creció de manera súbita la demanda de cítricos porque los británicos empezaron
a demandar limones para combatir el escorbuto que diezmaba a las tripulaciones
de su armada, y bergamota para hacer el té earl grey que se había puesto
de moda. La protección de los terratenientes, el sometimiento de los
trabajadores y la intermediación en ese negocio fueron las primeras actividades
de los mafiosos. La segunda refutación es a la idea de que la Cosa Nostra haya
sido una inevitable expresión de la cultura de la isla, que haya sido
inevitable porque “así son los sicilianos”. Dickie sostiene que de ninguna
manera puede atribuirse a la generalidad de la población de la isla el
individualismo extremo, el carácter violento y el desprecio a cualquier
institución formal que caracterizan a los uomini d’onore, y que esa
tesis fue a menudo el argumento defensivo y de propaganda que usó la mafia para
negar su existencia. Era simplemente una organización criminal y el resto, sus
víctimas. Sí es cierto que varios capos gozaban de enorme prestigio social como
benefactores y dadores de trabajo, que los sicilianos a menudo se indignaban
cuando sometían a juicio en el Norte a alguien sospechado de mafioso y lo
homenajeaban cuando, con bastante frecuencia, era absuelto por falta de pruebas
por tribunales muchas veces corrompidos que, además, habían escuchado a
testigos aterrados. Pero eso obedecía al resentimiento contra el reciente
estado italiano manejado desde más al Norte, y a que esa gente daba trabajo,
mediaba en los conflictos, traficaba favores políticos y hacía filantropía. Es
cierto que cada tanto “administraba justicia” a su manera, pero eso permanecía
en las sombras y sólo era conocido por la máxima dirigencia de la sociedad
secreta. Los asesinatos sólo podían ser decididos por el consejo general que
reunía a todos los jefes de los clanes. No era una decisión que pudiera tomar a
la ligera cualquier cuatro de copas.
Lo que fascina de la mafia es la eficiencia de su modelo de gestión
desarrollado por semianalfabetos intuitivos. Es una de las empresas de familia
más exitosas y longevas del mundo que fue elogiada como tal por varios teóricos
del management, entre ellos por Peter Drucker. Una sociedad que tiene
reglas que se aplican en serio, y algunas muy sabias. Por ejemplo, si alguien
fue asesinado en un enfrentamiento entre familias, el líder del bando asesino
asume el poder territorial que tenía la víctima (como cuando se conquista un
reino) pero es responsable de ocuparse piadosamente de que a la familia del
muerto no le falte nada. Eso sí, los deudos no pueden seguir integrando la
banda bajo la nueva jefatura porque el deseo de venganza podría hacerles perder
disciplina y objetividad. El profesionalismo ante todo.
El profesor Dickie también explica que la organización similar que se
desarrolló en Nueva York y después en Chicago (que no era la única, porque allí
había también una mafia irlandesa y otra judía) mantenía buenos lazos de
amistad y hacía algunos negocios con su colega siciliana, en la que obviamente
se había inspirado y a la que admiraba, pero que era independiente y menos
disciplinada, digamos que más chapucera. Prueba de ello es que admitió en sus
filas a Alphonse Capone, un sujeto que presentaba dos serios inconvenientes que
jamás le habrían permitido trabajar en Sicilia: era hijo de napolitanos y
además se dedicaba al negocio “inmoral” de la prostitución.
Como suele ocurrirle a nuestros empresarios, los períodos de
prosperidad y de declinación de la Cosa Nostra dependieron de sus
relaciones con los políticos de turno: después de la unificación italiana el
joven estado sencillamente no tenía tiempo ni recursos para ocuparse de ella,
el fascismo la combatió despiadadamente, los norteamericanos y británicos que
ocuparon la isla en 1943 permitieron que retomara fuerzas porque la utilizaron
para consolidar el poder territorial y para combatir al común enemigo comunista
(hasta designaron alcaldes a varios mafiosos), y los democristianos que
gobernaron después durante cuarenta años fueron los mejores socios, y en muchas
casos empleados, de la onorata società. En la Iglesia parece que hubo de todo: curas
valientes que la combatieron y que fueron asesinados, y otros que integraron la
pandilla.
Es notable la similitud que hay
entre los valores mafiosos y la vida diaria en la Argentina. Pienso en el
desprecio por la ley (salvo por la propia del clan), en la falta de confianza
en la justicia oficial, o en la mansa aceptación de que uno debe pagar o pedir
permiso para hacer lo que de todos modos tiene derecho a hacer (durante años
debimos contarle a la AFIP con quién viajábamos y adónde para que nos autorizara
a comprar dólares, y hoy debemos pagar al “trapito” para estacionar donde está
permitido hacerlo gratuitamente, algo que no es sustancialmente distinto a
pagar protección para poder abrir la panadería cada mañana o encontrar a los
hijos vivos a la noche) o que puede ser vigilado de manera permanente por un dispositivo
que registra la placa del auto cada vez que pasa por determinado sitio.
Otra similitud con los nuestros es que los mafiosos eran bastante
elementales como para tener alguna ideología, lo que presupone haber leído
alguna vez algún libro, y haberlo comprendido. Muchos de ellos eran
analfabetos y odiaban a los comunistas porque les habían dicho que atacaban a
la familia e impulsaban la reforma agraria, y eran “religiosos” porque siempre
estuvieron cerca de todos los poderes formales, por supuesto para corromperlos.
Los usaban igual que a los bandidos, a quienes entregaban a la policía
cuando ya nos les servían (¿suena conocido?), como hicieron con el legendario
Salvatore Turi Giuliano, un Robin Hood a la siciliana retratado en la
novela El siciliano, de Mario Puzo. No hay mucha diferencia con nuestros
políticos de hoy, gente bastante inculta, capaz de cualquier cosa con tal de
cazar votos y que también recluta salvajes para las guardias pretorianas que
utiliza en las calles, plazas y estadios y a las que puede pedir cualquier
cosa, incluso un muerto.
Tampoco allá la persecución judicial a los uomini d’onore fue
muy efectiva. Sólo dio un paso importante casi al final del siglo veinte,
cuando el juez Giovanni Falcone llevó adelante su megaproceso que juzgó a todo
un sistema. Es notable que Falcone haya podido hacerlo en buena medida gracias
a la extensa confesión de un arrepentido que había tomado notas en cuadernos,
Tomasso Buscetta. Aunque poquito después el juez fue a parar al lado
inconveniente del césped después de saltar por los aires junto con su auto, y
las coincidencias siguen.
Además
del profesionalismo, hay otra diferencia entre los mafiosos con denominación de origen
controlada y los nuestros: la palabra omertà, que resume la regla del
silencio, proviene en realidad de un término del dialecto siciliano
que significa “humildad”. Los hombres de honor eran gente sobria y discreta,
nada frívola.//
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