La legge è uguale per tutti (monerías)



La portada de La Nación del 27 de septiembre de 2019 trae, una al lado de la otra, dos noticias que podrían leerse juntas.

Una noticia cuenta que al señor Luis D’Elía, piquetero y dirigente social (¿en qué consistirá ese oficio?), admirador del régimen inaugurado por Chávez en Venezuela, defensor indisimulado de Irán, algo obsesionado con Israel y hoy preso por tomar una estación de policía, un juzgado federal lo acaba de absolver porque entendió que no había cometido un delito cuando llamó públicamente “paisano” al señor Sergio Schoklender.

El destinatario de esa expresión indudablemente dirigida a destacar su origen étnico es un señor que de jovencito purgó una condena por matar a sus padres y esconder los cadáveres en el baúl de un auto y que luego se convirtió en una especie de gerente general de la Fundación Madres de Plaza de Mayo cuando ésta era una importante constructora de viviendas con fondos públicos y don Sergio, además, fabricaba paneles para construirlas que le vendía a la fundación que él mismo administraba.

Se trata, entonces, de un problema entre dos caballeros que cultivan ciertas heterodoxias. Pero las calidades morales no autorizan a discriminar a nadie por su pertenencia al grupo que sea. Otra cosa, sobre la que no tengo ni idea, es si eso constituye o no un delito, pues no toda conducta depravada, por abominable que sea, encaja en el código penal. Ser racista no es delito, como no lo son otras condiciones repugnantes.

Lo que me importa es que la reyerta, que no presentaba ningún hecho controvertido (D’Elía había reconocido sus dichos) insumió ocho años de trámite y sólo ahora acaba de recibir una sentencia de primera instancia, que como se sabe es nada más que el inicio de una kafkiana serie de recursos para cuya resolución los tribunales se las arreglan para que no existan plazos. Se trata de un sistema diseñado para que se sientan cómodos los delincuentes, no la gente de bien.

La segunda noticia es la rápida y eficiente mudanza de la orangutana Sandra desde el ex zoo porteño hasta lo que la nota califica como “santuario para simios grandes” en el estado de Florida, todo eso merced a un operativo que costó a los contribuyentes capitalinos siete millones de pesos y que incluyó un vuelo en que viajaron dos asistentes (mayordomo de orangutanes, otro buen oficio) y después otros complejos desplazamientos para llegar a la tierra prometida de los monos. En este asunto también anduvo tomando decisiones la justicia, pero no la federal sino la de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Paradójicamente, la jueza que intervino en el expediente que terminó con el encierro norteamericano de Sandra se llama Liberatori.

D’Elía debió contratar abogados, fatigar tribunales, presentar escritos y esperar ocho años para saber si era un delincuente o nada más que un racista. Sandra no dijo una palabra, jamás tuvo que esperar ni un minuto en un pasillo judicial, ni se enteró de los plazos y los recursos y una mañana se despertó en Miami.

Acaso la eficiente resolución del caso de Sandra se haya debido a la intervención de la inverosímil “Comisión de Derecho Animal”, que existe en el Colegio Público de Abogados de la Capital Federal. Como amicus curiae. O amicus Sandrae.

Nunca saldremos de nuestra penosa situación si no respetamos la igualdad ante la ley.

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