Corrección política y autoestima de los legisladores


Cualquier proceso competitivo, cualquier selección que, como tal, requiera elegir a una persona y rechazar a otra es la mejor oportunidad para que nuestros legisladores revelen la notable confianza que tienen en sus posibilidades de hacer ingeniería social y reparar injusticias.
Como si hiciera falta, aclaro que no creo que haya algo más depravado que castigar a una persona por su pertenencia al grupo en que lo hayan puesto la Madre Naturaleza, porque algún otro haya decidido conquistar un reino hace siglos o por las libérrimas decisiones que esa persona haya tomado sobre cómo administrar su propia vida. Pero con la corrección política, como con todo, hay que evitar las exageraciones. Escuché explicarlo muy bien a un camarero andaluz: “joder, está bien que tu hija se case con otra tía si le viene en ganas, pero eso de que tú no puedas fumar en la boda…”
Me cuesta entender el razonamiento de las personas que descubren derechos que alguien no tendría si anduviera solo por la vida y que adquiere por el mero hecho de integrar un “colectivo” (adjetivo que hemos sustantivizado quién sabe cuándo). No he encontrado un metafísico que me explicara cómo varias ausencias pueden generar una presencia, cómo cero más cero puede equivaler a uno, por qué si me meto en un grupo gano algo a expensas de otro que lo pierde.
Una cosa es el derecho a exigir la actitud de respeto, a no ser agredido o irracionalmente discriminado por la condición que sea, y otra es convertir la condición grupal en título para ejecutar un crédito. Porque estos derechos se adquieran inevitablemente a expensas de otro. Como entiende cualquiera que haya pasado un par de semanas por una escuela donde enseñen Derecho, no puede existir un acreedor de algo sin otro que esté obligado a darle eso mismo.
Es difícil encontrar una justificación a la tesis de que alguien debe pagar por lo que hicieron sus antepasados. Es verdad que más o menos eso dice la historia del Pecado Original, pero hay quien la entiende de manera metafórica y en cualquier caso es un asunto que no trasciende la consciencia de cada quién. Judíos y cristianos no andan pasándoles la cuenta del desliz de Adán y Eva, por ejemplo, a hindúes o a budistas. En concreto, juro que ni yo ni mis vecinos tuvimos nada que ver con las tropelías de Hernán Cortés (ni con las de Moctezuma, que no era precisamente un ejemplo de respeto por las minorías).
Los constituyentes que se reunieron en 1994 para ver cómo arruinaban la Constitución argentina de 1853 (en lugar de buscar una manera de comenzar a cumplirla) resolvieron que había que garantizar la presencia femenina en las listas para cargos electivos. Se enteraron de la llamada “acción afirmativa” justo cuando buena parte del mundo empezaba a descreer de su efectividad al cabo de treinta años de experimentar con ella. Le siguieron un montón de iniciativas para poner cupos en los más diversos ámbitos, a pesar de que la propia Constitución dice que la idoneidad es el único requisito para el empleo público. Hasta existe un proyecto de ley de la exsenadora Leguizamón sobre "participación femenina en la industria hidrocarburífera".
Más allá de estas cuestiones que entretienen a los leguleyos, sobran demostraciones de que muchos resultados desparejos que obtienen los miembros de ciertos grupos no se deben a actitudes discriminatorias del prójimo, sino a un sinnúmero de causas de otro tipo, por lo general combinadas. Un estudio reveló que en pruebas académicas los hijos mayores tienden a desempeñarse mejor que los menores y que los mellizos, y que cuando un mellizo muere al nacer el otro tiende a desempeñarse como si hubiera sido un primogénito. Los investigadores atribuyen ese fenómeno principalmente a la inevitable circunstancia de que algunos chicos recibieron más atención parental que otros.[1] Así como un buen código de comercio no protege contra un mal negocio, ni una ley de matrimonio civil perfecta podría tampoco proporcionar un solo segundo de felicidad si uno ha resuelto vivir con un ser perverso o chiflado, no se conocen hasta hoy normas eficaces para arreglar los efectos de la mala suerte.
Al que ha quedado afuera en cualquier competencia pese a superar en credenciales a la persona favorecida los estadistas responden con la contradictoria idea de que es obligatorio ser solidario. Orwell, el mismo que imaginó al atroz chancho Napoleón, afirmó que así como la ideas pueden corromper el lenguaje, el lenguaje también puede corromper las ideas: cualquier cosa obligatoria no se debería llamar solidaridad sino imposición, de donde deriva “impuesto”, participio del verbo imponer.
Ahora existe en la Argentina una ley que impone un cupo de músicas (no de partituras, sino de damas que interpretan música) en espectáculos que se consideren un “festival”, algo que la norma intenta definir en trabajoso castellano como lo que ocurre cuando actúan sucesivamente en el mismo sitio y el mismo día por lo menos tres artistas o grupos. Parece que el tercer número de la velada “fecunda” un festival, que hasta entonces era un mero concierto, o tal vez un festival en grado de tentativa. Con dos bandas uno puede ser sexista; si llega la tercera hay que ponerse civilizado. Es lo mismo que perdonar el robo de una empanada (aunque sea lo único que tenía la víctima para comer), pero no el de tres. Me explico: un concierto de The Rolling Stones no sería un festival porque los integrantes de ese cuarteto suben al escenario al mismo tiempo. Tampoco lo sería la actuación del coro del Tabernáculo Mormón, que tiene cientos de integrantes, ni la del de un convento de monjes benedictinos que hacen canto gregoriano. Otra cuestión interesante de la ley (¡han pensado en todo!)) es que las damas que hacen el coro a los solistas no cuentan para el cupo. Importa únicamente el rol protagónico.
La cuestión se complica frente a un formato como el del concierto que dieron hace algunos años los tres tenores más famosos en las Termas de Caracalla. En algún momento Domingo o Carreras se quedaron solos en el escenario porque Pavarotti desapareció, acaso para ir al baño. ¿Fue eso un festival o la actuación de un trío? De todos modos tendremos indudablemente el problema cuando toquen sucesivamente (el mismo día o el mismo año, porque la ley también escruta programaciones anuales) Horacio Lavandera, Daniel Barenboim y Lang Lang: tendríamos que pedir que el “bis” lo hiciera Gladys la Bomba Tucumana si eso fuera más barato que traer a Martha Argerich.
Como es habitual, la ley manda a las artistas a inscribirse en un registro para que puedan ser protegidas por la ley y, agrego yo, ser presa de un burócrata que controlará sus vidas. Y ordena poner multas a un sospechoso Instituto Nacional de la Música, que podrá usar ese dinero para actividades de fomento de "artistas emergentes", cualquier cosa que signifique semejante adjetivo náutico. Lo interesante es que el INAMU es un organismo no estatal. Es como si la Academia de Letras multara a los que escriben con faltas de ortografía; o el Colegio de Abogados, a los clientes desagradecidos.
Para satirizar a la sociedad litigiosa norteamericana, David Fisher convierte en pleitos a tradicionales cuentos infantiles.[2] Relata, por ejemplo, el conflicto Oak v. Gepetto sobre quién tiene derecho a vivir con el muñeco, si el padre biológico o el adoptivo, lo que hace que Pinocchio termine loco, despojado de todos sus bienes e internado a las órdenes de un juez a quien jamás ha visto. Pues Fisher también imagina que una autoridad llamada Comisión Antidiscriminación inspecciona el comercio de la sociedad que gira en plaza como Blancanieves & los Siete Enanitos, Inc. e inicia un sumario a su dueña porque sus siete empleados son todos varones, todos caucásicos y todos bajitos. La señora Blancanieves explica que ella sólo quería instalar un bar temático para aprovechar el nombre que le habían puesto los cretinos de sus padres. No hay caso: la obligan a implementar un programa de diversidad, ella quiebra a las pocas semanas y deja desempleados a otros siete.
-Ω-



[1][1][1][1] V. Sowell, Thomas, Discrimination and disparities, segunda edición, New York, Hachette Books Group, 2019.
[2] Fisher, David, Legally Correct Fairy Tales, Warner Books, Nueva York, 1996,

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