Checkpoint Charlie de acá



Vivo en un país donde a alguien se le ocurrió que el valor que debía instalar es la solidaridad. Acaso con alguna omnipotencia un gobernante pensó que, lapicera en mano, él podía modificar valores predominantes en la comunidad. Hasta incluyó esa palabra en el nombre de leyes tributarias, que son todo lo contrario de los gestos solidarios (a mí la palabra “impuesto” me suena más a participio del verbo imponer que a corazones compasivos, pero no hay nada más plástico que un idioma).
Pienso -no es tampoco ningún hallazgo- que si algo conspira contra la solidaridad es la desconfianza. Si alguien no merece compasión es el tramposo: nadie da limosna si descubre que la desgracia del mendigo es simulada. Y nosotros no nos caracterizamos precisamente por confiar mucho unos en otros. Salvo un amigo del presidente, tan rico que le presta un piso en Puerto Madero, pero de esos no conozco ningún otro.
¿Qué exagero con que vivimos en una sociedad de desconfiados? Lean un día mío (es más cortito que el del Bloom ese del Ulysses). Más precisamente uno de enero, cuando uno se dedica a gestiones personales y hogareñas que debió haber hecho a mediados del año anterior sin soportar treinta y tres grados a la sombra.
Concurro a un laboratorio para que me extraigan sangre. He ido varias veces, tienen todos mis datos y soy usuario de su aplicación donde suben los resultados. Presento la credencial de identificación de mi seguro médico (se llama así, “de identificación”) y me exigen que exhiba también el documento de identidad. Le digo a la empleada que me extraña que mi empresa de medicina haya implementado un mecanismo insuficiente para identificar a sus clientes y que, dado que se trata de un laboratorio, si ella tuviera alguna duda sobre mi persona dispondría nada menos que de mi sangre, algo que suele identificar a la gente con más precisión que el papel emitido por un burócrata (hasta se ha usado con éxito para descubrir nazis escondidos en la Patagonia, y hasta hijos de Maradona).
A la salida paso por el supermercado Carrefour (“estos son franceses y deben de ser algo más razonables”, pienso, olvidándome de todas las teorías jurídicas retorcidas que inventó esa gente, y de Sartre, Foucault, Lacan) y decido utilizar la posibilidad de cobrarme yo solo. En realidad lo que yo hago es solamente pasarles a los productos que puse en el carrito la pistolita esa que escanea los códigos de barras. Luego debo hacer una fila hasta una caja donde una señorita revisa una por una las cosas que he comprado, a veces quitando algo del carrito para verlo bien, pide la tarjeta de crédito (junto con el documento de identidad, porque Carrefour tampoco cree que el banco me haya identificado bien) y hace un proceso regular de cobro. No me permite escribir sobre el ticket el número de mi documento de identidad, algo que no me piden en otros países, sino que lo hace ella; “por control”, dice, seguramente ignorando de qué. Veo que en el proceso de pasar la tarjeta, que en otros sitios es un slam y ya está, ella tipea el número de documento, los últimos cuatro dígitos de la tarjeta y el código de seguridad. Estuve tentado de ofrecerle también los resultados de mi test de sangre. Al final entiendo por qué la posibilidad del self-checkout sólo les es otorgada a quienes compran hasta quince cosas: no es un beneficio a los buenos clientes, sino un castigo por comprar poco.
Sigo mi gira de supermercadismo y recalo en el mayorista Makro. Paso por la caja a la manera tradicional y pago. A la salida un matón de seguridad me pide el ticket y comienza a tildar cada ítem mientras, de nuevo, revisa en detalle el contenido del carrito. Le digo que no me parece muy cortés que disponga de mi tiempo, sin haberme avisado antes que lo haría, para controlar a su compañera de la caja; no a mí, que ya había sido controlado por ella. Rezo para que en el estacionamiento no haya un controlador de matones que controlan cajeras que controlan clientes (todavía me espera un control conyugal en casa, pero a ese me he sometido voluntariamente hace años y de todos modos sé que no lo pasaré).
Después, una paradita para un café en Starbucks, donde el "barista" (antes, cafetero) insiste en las ventajas de que yo me asocie al programa de puntos del lugar y, otra vez, le digo que no he tenido tiempo de estudiar la resolución novecientos no sé cuánto de la Unidad de Información Financiera (la oficina que controla el lavado de dinero proveniente de narcotráfico y del terrorismo), algo imprescindible para que yo pueda llenar de manera responsable el campo del formulario digital que me pregunta si soy una persona políticamente expuesta precisamente en los términos de esa resolución, como requisito para comprar de esa manera "un alto del día cortado con descremada", que es lo que siempre pido.
Por la tarde debo transferir una pequeñísima suma de dinero desde mi cuenta bancaria para pagar un curso. Como estoy fuera de casa ocupado con tantas compras y discutiendo con vigiladores de todo tipo, decido hacerlo desde la promocionada aplicación del Santander, que me dijeron que servía para llevar todo el banco con uno, como el caracol su casa. “Cuidado, estos son españoles”, pensé esta vez, “los mismos que diseñaron el circuito de comercio que inspiró el nacimiento de esta ciudad de contrabandistas”. Como el destinatario de la cuenta no está en mi “agenda de destinatarios”, para incorporarlo desde la aplicación debería tener no sé qué cosa llamada token que debo gestionar. A uno de allí no le bastan el inicio de la aplicación a través de mi huella dactilar y la tarjeta física de seguridad de coordenadas que hay que mirar y que sirve para volver parcialmente analógico lo que antes había resuelto digitalizar. Con estos criterios a los hijos de España después se les independizan las colonias y ellos no entienden por qué. Entonces voy a la página de Internet regular del banco (también desde el teléfono) y logro hacer lo que quería sin que me pidiera ningún token, cualquier cosa que fuera semejante cosa. En el banco, seguramente el sujeto que gestiona las operaciones por aplicación tiene otro abogado que el de la página. Me consta que pasa en las mejores familias.
Finalmente, en el único día consumista que tengo en el año (es conocido que soy neogandhiano y que no suelo comprar absolutamente nada), debo adquirir un regalo de cumpleaños. Pregunto si mi amigo podrá cambiarlo y me dicen que sí a condición de que 1) presente el “ticket de cambio” que emiten y que abrochan en el lado interior de la bolsa, seguramente para estimular que vaya inadvertidamente a la basura; 2) lo haga a más tardar en treinta días y 3) la caja no esté rota, aunque estará por definición abierta y sólo podría servir para ser reciclada. Me gustaría conocerle la cara al gerente de procesos y al de compliance de la tienda.
Termino el día conversando con el administrador del sitio donde vivo. Le pregunto cuál es la finalidad de exigirle a mis visitas que presenten una póliza de seguros para dejarlos entrar, y cuánta confianza le merece a él el análisis que hace de esos documentos, su objeto, vigencia, cobertura, exclusiones y deducibles el señor que trabaja en una cabina de seguridad y cuya tarea más compleja consiste en apretar un botón para que se levante la barrera, tarea que cada tanto hace mal y me da un golpazo contra el parabrisas.
Bueno, a toda esta esta gente es a quien quieren convertir en solidaria.

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