Prefacio a la nueva edición de un libro


Cuando alguien indicó que se había publicado un nuevo título de Mallea, Borges reconoció que el hombre generaba buenos títulos, aunque era una lástima que se empeñara en agregarles después un libro. Yo he descubierto que reeditar algo permite el placentero ejercicio de agregar un prefacio, aunque no sea bueno. Voy, entonces, por el segundo, todavía bastante lejos de los cincuenta y nueve que Macedonio antepuso a su única novela. 

Esta segunda edición algo precipitada no se explica por ningún éxito de ventas (Amazon vendió exactamente treinta y dos unidades de la edición electrónica, casi todas en lugares remotos donde no se habla español), sino por la desmesurada cantidad de errores que contiene la primera. Esos errores fueron tantos que en lugar de invitar a los lectores al juego de detectarlos habría sido más económico pedirles que identificaran las frases bien construidas. De todos modos, he mantenido algunos errores para justificar futuras ediciones, y sobre todo futuros prefacios. 

Como carezco de editor, yo mismo repaso los borradores. Así me va. Con la escritura ocurre lo mismo que con la abogacía: el abogado que actúa en un asunto propio siempre tiene como cliente a un imbécil.  

Yo sé que todo el mundo aconseja hacer la revisión final de cualquier texto sobre el papel. Pero en mi casa rige un sistema de aprovisionamiento algo heterodoxo que hace que el stock de algo sea inversamente proporcional a la velocidad con que rota. Me dirán que siempre es así, que hay menos de lo que se agota más rápido, que precisamente el sistema de producción just in time fue el invento de Toyota o de no sé qué empresa japonesa. Me explico: nosotros compramos siempre de manera simultánea pares de cosas que asociamos algo arbitrariamente, y en la misma cantidad: aceite y vinagre, champú y crema de enjuague, mayonesa y mostaza, queso y dulce de membrillo, todos artículos cuya demanda ocurre de manera muy dispar. Y los reponemos también de a dos. Se acumulan entonces incontables unidades de lo que se usa poco y nos quedamos rápidamente sin lo que necesitamos a cada rato. En mi baño suele haber siete frascos de crema de enjuague, algo que yo no uso, y cada tanto tengo que andar por ahí todo mojado para buscar en los bolsitos de viaje algún champú ordinario de esos que uno toma de los hoteles. Por eso es infrecuente que en mi casa la impresora contenga tinta. Seguramente hemos asociado su compra con la de, qué se yo, tal vez la nuez moscada, que siempre tenemos de sobra. 

Eso explica que yo tenga que revisar las cosas sobre la pantalla. Nosotros no somos digitales por evolucionados, por ecológicos o por haber leído a Negroponte, sino por ineficientes en el supermercado. 

Jamás he valorado la humildad, que suele esconder la hipocresía o la falta de coraje (sí la sencillez, que aprecio en los demás e intento practicar). Pero si de humildad se trata, publicar un libro es de lo más útil para recibir una buena dosis de esa presunta virtud. Es que ocurre casi siempre lo inesperado cuando se produce alguna interacción con los lectores. O con los no lectores, porque uno regala un ejemplar a alguien que cree que lo disfrutará y esa persona jamás lo lee. Me ha llegado a pasar que alguien agradeció un ejemplar y darme cuenta después de que esa persona había recibido uno dos meses atrás, de lo que no guardaba el más mínimo registro. Cuando detecto a algún esporádico lector y le pregunto qué capítulo le gustó más, me señala sin excepción alguno que a mí me ha parecido de los más estúpidos. Mi cónyuge, por ejemplo, me sugirió eliminar precisamente el que a mí más me gusta (eso no tiene nada de asombroso, porque en treinta años de convivencia ella y yo no hemos podido encontrar un libro ni una película que nos gustara a ambos). 

Finalmente, y por recomendación de mis abogados, manifiesto a los lectores (si alguno llegare a existir) que no otorgo ninguna garantía de que en esta segunda edición aparezcan todos los capítulos que hay en la primera y les informo que probablemente encuentren nuevos capítulos, y que hasta es posible que se hayan mezclado textos de distintos capítulos. Debido al problema ese que ya expliqué de la nuez moscada. No todo el mundo tiene la suerte del finado Colón, que de una equivocación al salir a buscar especias por indicación de unos españoles terminó haciendo un negocio decente.

Hasta la próxima edición, entonces. 
El autor, editor y distribuidor exclusivo. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Huracán vs. Belgrano de Córdoba. La crónica.

Día de la Tradición

Che, ocupate un poco más de tu vecino