Sermones de aeropuerto

“Somos lo que comemos”, me dice un vegano la entrada de un aeropuerto, y me explica que el episodio traumático que vivió la vaca en los instantes previos al sacrificio impregna todas mis células, y que esa es la explicación de mi carácter intolerante y agresivo. O sea, yo no soy así por haber vivido cerca de seis décadas en la República Argentina y dedicarme a cuestiones jurídicas, sino por haberme masticado unos cuantos bifes de chorizo. Dada esa suerte de “transmisión celular de temperamento”, parece que mi alternativa es andar por la vida cargando con la denigración de haber sido meado varias veces al día por gatos y otras criaturas igualmente desagradables, que eso es lo que suele ocurrirle a la lechuga. Humillado o violento. Una decisión difícil. 
Tal vez exagere el vegano no seamos lo que comemos, pero sí un poquito como comemos. 
No es novedad que los argentinos padecemos de cierta, digamos, endogamia. Para ser elegante, diría que somos algo autorreferenciales. Nos encontramos con un genovés de veintiocho años que desarrolla videojuegos y creemos que al chico le interesa el dato de que a los de La Boca les dicen xeneizes. Por lo general no le interesa. Tampoco, que le mencionen el nombre de las heladerías que tienen nombres italianos y que le digan que “el helado y la pizza en Buenos Aires son muy buenos debido a la gran inmigración italiana”. 
En otro de mis ensayos desarrollé el tema de la pizza argentina estilo calle Corrientes, esa cosa gorda cubierta de sopa de tomate y de la que chorrea un queso inespecífico que llamamos muzzarella (con u). Mi estudio aportó a la comunidad científica dos conclusiones: 1) es riquísima; 2) tiene poco que ver con lo que los italianos llaman pizza 
Por su parte, el helado en Buenos Aires será bueno o buenísimo, y si les agrada a los porteños habrá logrado su cometido. Pero tan importante cuestión requiere de algunos ajustes conceptuales. Es que llevo contados cuatro episodios virtualmente idénticos, que al ser más de tres se convierten, según explican los psicólogos sistémicos, en un síntoma: en la fila del embarque de clase turista correspondiente a un vuelo que me traerá de vuelta a casa un porteño que calza pantalón del tipo jogging decorado con el escudito de Racing habla con el de atrás, a quien acaba de conocer. Lo hace a los gritos, histriónicamente, como si su audiencia fuera toda la puerta 27 de Malpensa, y también alguna parte de la 28 y de la 26 (frente a estas últimas los que hacen fila son casi todos chinos y australianos, respectivamente, lo que me autoriza a presumir desinterés por el relato de un argentino). La crónica que hace el pasajero de la impresión que le causó conocer Italia incluyesiempre, tres aseveraciones: 1) el tránsito de Roma “es un quilombo”, 2) en Italia se come bien en todos lados, 3) los helados fueron una decepción, los de Freddo son mucho más cremosos. 
A pesar de que no estoy del todo acuerdo con el punto 1, me da igual y además la disciplina stradale no ha ocuplado todavía a mi equipo de investigadores. Con el 2 coincido. Pero el 3 me recuerda que guarda relación con los helados la única razón por la que tiene sentido volver a la Argentina: mi misión evangelizadora, esa que ejerzo con la perseverancia que aprendí de los Testigos de Jehová que tocaban el timbre en tiempos en que mi madre abría la puerta a cualquiera. 
Como un hare krishna sin túnica naranja interrumpo, entonces, ese monólogo aeroportuario para decirle con toda delicadeza al señor de Racing, con mi mejor vocabulario de académico de primer nivel, que “acaso podría resultar pertinente tomar en cuenta la circunstancia de que el gelato carece de los emulsionantes que norteamericanos y argentinos gustan de meterle exageradamente sus cremas heladas y que hacen a éstas, efectivamente, más densas que las que se venden en Italia, atributo al que el caballero está en todo su derecho de describir con el adjetivo ‘cremoso’”. Después le sugiero que trate de recordar cuántas veces ha visto alguna heladería italiana que informara que alguno que otro sabor es apto para ser consumido por personas celíacas, algo que en la Argentina se indica precisamente porque la densidad del helado (y por ende el peso por el que se cobra) provienen del agregado de importante cantidad de harina. Aclarar que un gelato artigianale carece de gluten sería tan útil como informar que no contiene uranio enriquecido. 
¿Ah, sí? -dice el hombre sin el más mínimo interés por el tema de mi apostolado y con algo de irritación porque le quité protagonismo- se empezó a mover la fila, ¿vamos, Marta? 
Mientras camino con la cabeza gacha elaboro dos conclusiones. Primero, que somos como nuestros helados: llamativos, pero con algún problemita de autenticidad en nuestra sustancia, y también un poco pesados, capaces incluso de meternos en una conversación ajena porque sí. Segundo, que dispongo como de quince horas para revisar mis tácticas misioneras porque llevo muchos años sin convertir a nadie, desde que me di cuenta de que había fracasado predicando un mensaje también disuasorio respecto del peronismo y se me dio por prestar atención a los helados. 

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