Yo acuso (el plagio de Arreola)





Facundo Cabral solía decir que García Márquez le había plagiado Cien años de soledad aprovechando que a él todavía no se le había ocurrido.

Lo de Cabral parece nada más que una portentosa y divertida alegoría de la arrogancia, pero esos plagios asincrónicos no tienen nada de asombroso. Es nuestra modesta concepción del tiempo como algo lineal, idea que precisamente los habitantes de Macondo demostraron equivocada, la que impide darnos cuenta de que a menudo la copia se anticipa a la obra original; el texto que aparece después no es la consecuencia del primero, sino su antecedente.

Ha pasado algo parecido con la aun más misteriosa interacción entre los libros y la realidad. Y no sólo porque ha habido, y hay, mucha gente dispuesta a degollar semejantes nada más que porque le dijeron que ese pasatiempo había sido recomendado en un libro. En Tlön, Uqbar, Orbis Tertius Borges no bromea tanto (salvo cuando enumera un montón de citas apócrifas) al referir la obra de los que concibieron una enciclopedia que describía a un mundo falso que, acaso inexorablemente, comenzó a encarnarse en la realidad. También explicó el fenómeno en Kafka y sus precursores.

El episodio que me interesa contar me pasó con un muchacho indudablemente habilidoso, el mexicano Juan José Arreola. Este individuo publicó un relato que llamó Anuncio, en el que explicó las funciones de una muñeca prodigiosa capaz de reemplazar a la mujer en todo lo que un hombre pudiera apreciar de ella. Imaginó a la dama de carne y hueso sustituida por un artefacto industrial y, gracias a eso, liberada del ejercicio de cuanto atributo la distingue. La historia, que sin clave de humor podría ser vista hoy como un tanto misógina, me parece más bien un ataque de ironía contra ciertas maneras de feminismo, y una loa precisamente a la mujer, quiero decir a la de verdad (y magistral, ya que el enfado por lo que voy a contar enseguida no me impide reconocer que la prosa de este hombre me ha dejado encandilado). Desde luego, nada impediría escribir lo mismo sobre el varón.

Pero el feminismo no es lo que me ocupa ahora, sino la sospechosa similitud argumental de Anuncio con mi relato de 2017 llamado Alexa y yo, privacidad en la era digital. En esas líneas me permito jugar con algunas cuestiones jurídicas y repaso las supuestas ventajas que tendría la conducta de la asistente digital concebida por la hacienda mercantil Amazon sobre la de las compañeras humanas. Las diferencias entre mi texto y el del colega apropiador son del todo insignificantes: el mexicano explicó que la muñeca Plastitex® se comanda desde un tablero lleno de botones y yo conté las órdenes verbales que le doy a Alexa, no mucho más.

Juan José Arreola murió dieciséis años antes de que yo publicara mi ensayo. Pero eso no lo exime de las responsabilidades del plagiario, si no penales por lo menos éticas y de cara al juicio de la Historia. Harold Bloom y un puñado de críticos, sólo los más perspicaces y menos venales, vieron mi impronta en Anuncio, aunque mi proverbial costumbre de rechazar cualquier invitación a congresos y a dar entrevistas televisadas me ha condenado prácticamente al anonimato y a vivir de menesteres distintos de escribir cosas, o también de escribir cosas pero otras y menos confesables. Las revistas especializadas han logrado mantener inadvertidas varias tropelías como la que denuncio ahora. Sobre todo las revistas de México, país bastante chauvinista que suele inflar a cualquier improvisado de los suyos que tenga la temeraria idea de escribir. Han inventado allí artificios (más o menos como una muñeca) llamados Alfonso Reyes, Juan Rulfo, Octavio Paz o el Arreola este.

No faltará el envidioso que diga que el copión he sido yo porque leí Anuncio tan sólo en noviembre de 2019, cuando compré Narrativa completa en la librería "El sótano" de Coyoacán, y porque jamás había conocido antes una sola línea de Arreola. Esa gente no merece ni siquiera que uno gaste tiempo en explicaciones, porque es de mala fe. Por esas mezquindades tan habituales entre nosotros (me refiero a los hombres de letras) es que no asisto a los congresos.

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