Los cátaros de la pandemia


Antes de que Enrique V. del Carril me invitara a la presentación de su libro El país de los cátaros. Ensayo sobre el maniqueísmo en la historia (Buenos Aires, Dunken, 2004 y en Amazon Kindle), yo sólo recordaba vagamente haber leído en la facultad algo sobre esa secta cristiana que se propagó hace casi un milenio en la zona del sur de Francia conocida como Languedoc. Cuando leí el libro comprendí (creí comprender) que el autor no tenía un interés algo excéntrico sobre un episodio más de la historia, sino que se ocupaba de un problema que sigue vivito y coleando.
Los cátaros eran cristianos que se habían formado la idea de que la obra de Dios consiste solamente en el mundo espiritual, y que la materia no es otra cosa que un residuo de las tropelías del industrioso demonio. Tengo entendido que “cátaro” quiere decir “puro”, y que así se veían a sí mismos esos tipos. Pero no eran farsantes, sino gente auténtica que, entre otras cosas, practicaba una pobreza extrema. Por eso llegaron a ser muy populares en su zona de influencia, sobre todo en contraste con el estilo de vida que llevaba la burocracia de la casa matriz del cristianismo. A los jerarcas no les caía nada simpático que esos individuos anduvieran poniendo en discusión los dogmas que ellos se habían tomado el trabajo de definir precisamente para que dejaran de discutirse. Entonces el papado, agotada su paciencia, le pidió a un tal Simón de Monfort que le hiciera la caridad de matar, en una sola noche, a todos los cátaros que encontrara. De ese modo pragmático finalizó tan interesante debate doctrinario; por la repentina desaparición de una de las partes del litigio.
La referencia viene a cuento porque en estos días de peste mis amigos, con la mejor intención, me llenan de mensajes, videos, sermones, poemas en los que líderes de todo pelaje me invitan a una suerte de conversión al espiritualismo, a que yo jerarquice los valores de mi vida que suponen he subvertido y, específicamente, a que abandone la esclavitud a que la materia me tendría sometido. En realidad eso lo hacen los que no me conocen del todo bien, a lo mejor confundidos por mi propensión a decir cosas algo provocadoras sobre la pobreza (me habrán escuchado cuando cito al desopilante reverendo Ike, que dijo “El remedio para la pobreza es la riqueza / Lo mejor que uno puede hacer por los pobres es no ser uno de ellos”, o a la antipática Ayn Rand cuando afirmó “El bellaco que gesticula que no hay diferencia entre el poder del dinero y el poder del látigo debería comprobar esa diferencia sobre su espalda, como le ocurrirá”). A mis afectos más próximos no les preocupa tanto que mi alma caiga presa del materialismo sino, a lo mejor, todo lo contrario; saben cómo me visto, qué auto manejo, y que me ocurre lo que a Diógenes, el que se maravillaba de ver cuántas cosas había en el mercado que él no necesitaba.
Con la misma sinceridad que tenían los cátaros, mis nuevos directores espirituales abrigan la esperanza de que, si después de la peste continúo del lado más atractivo del césped, salga yo de esta experiencia convertido en una mejor persona (un objetivo bastante modesto: cualquier cosa será mejor que esto que soy ahora). Y creen que de todos los beneficios de mi conversión el más trascendente será el desdén por la materia. 

A mí me cuesta cuesta pensar así. Sinceramente, no creo que empiece a repetir que es más rico el café La morenita que los que sirven en los bares de Bérgamo y que entonces será mejor quedarme siempre acá. Funcionará el temor al contagio o, en el mejor de los casos, la resignación de quien se ha dado cuenta de que es más pobre, pero no la sabiduría.
Atención, que me gusta escuchar gente que piensa distinto de mí. Por ejemplo, escucharía con interés a un amish de esos que viven en La Pampa, que siempre me han parecido coherentes. No usan energía eléctrica, viajan en carro (en el pueblo vecino se les acaba lo que entienden por “mundo”), cosen su ropa, hacen cuentas con un ábaco y piensan que a los chicos únicamente hay que enseñarles los rudimentos de la aritmética, el idioma alemán y La Biblia porque todo lo demás es pecaminoso o inútil. No les interesa en absoluto conocer la utilidad del acelerador de partículas pero tampoco la de un termotanque y los tiene sin cuidado privarse de un cuadro de Velázquez, o de Adiós Nonino. No se angustian por el impuesto del treinta por ciento sobre el precio de la suscripción de Spotify.
En cambio, nuestros espiritualistas me ponen un poquito nervioso cuando parecen ignorar aquello de que han decidido libremente depender. Sus hijos desayunaron hoy porque alguien (no ellos) ordeñó a las cuatro de la mañana, un camionero cargó los tarros, una industria procesó, refrigeró y transportó la leche, los empleados del supermercado la pusieron en la góndola, alguien mantuvo sistemas informáticos, todo mientras ellos vociferaban la necesidad de liberarnos de la tiranía de lo material (condición que tiene también la proteína de la leche). Les cae simpático el que ordeña porque lo presumen pobre, acaso también “cátaro”, pero no la multinacional que fabricó el reactivo que le vendió al tipo para descartar que su vaca estuviera embichada, ni la segunda multinacional que le venderá el antibiótico cuando haga falta. De este problema salen con la tesis paranoica de que todas (importante: todas) las aparentes necesidades han sido antes creadas de manera perversa por las corporaciones, como si la naturaleza y la condición humana no tuvieran ellas solitas una capacidad asombrosa de producir problemas de manera permanente. El neocatarismo del siglo veintiuno ha identificado a sus nuevos demonios.
Que cada uno ordeñara en la ermita para desayunar sería poco eficiente. Y para aprovechar el fruto del pensamiento y del esfuerzo ajenos se me ocurre que hay sólo tres caminos: la violencia (no me convence), la solidaridad (maravillosa virtud, pero presumirla en todos y siempre es medio bobo) o los intercambios voluntarios. Parece que no hay más remedio que permitir que unos cultiven naranjas y que otros hagan masajes para que no volvamos a morir en promedio a los treinta y siete años, desdentados, analfabetos y sin conocer más que la aldea de al lado. Entonces yo trato de decirles a mis amigos bienintencionados que, desgraciadamente, la leche y la rueda del carro (y, para el que la valore, también la cirugía con anestesia) sólo vendrán si mucha gente vuelve lo antes posible a gastar en cosas tan “superfluas” como pinturas al óleo, Fernet Branca, cruceros por el Caribe, implantes mamarios, partidos de fútbol del Barcelona, galletitas Oreo, tinturas capilares, menús de McDonald’s, autos Minicooper, bizcochitos de grasa, vestidos de novia, peluches, imanes para la heladera, ramos de flores, dulce de membrillo, juguetes para hacer burbujas con jabón, videojuegos, honorarios de contables y hasta embrutecedores y aborrecibles (para mi gusto) programas de Marcelo Tinelli. Si todos nos dedicáramos a meditar en una caverna nos terminaríamos masacrando unos a otros, como imagino que harían los cavernícolas antes de dedicarse a comerciar.
Como de costumbre, tendremos que mantenernos alertas para detectar al imbécil que piense que debe entregar la vida o los afectos, o traicionar su código moral, por cualquiera de las cosas que ve en un mercado, y cuidarnos mucho de él. La mayor de las imbecilidades acaso sea la pretensión de vivir en un mundo sin imbéciles. No se los puede eliminar en una noche como a los pobres cátaros. Que no eran para nada malos tipos.

Comentarios

  1. Una observación más que atinada para estos días en los que el miedo se llevó puestas las "convicciones" de las que muchos alardeaban.

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