Derechos por todas partes
Leo la ley 27535 de la que es autor el senador por Entre Ríos Alfredo De Angeli, un hombre que pasó de cortar rutas a legislar, y que hace todo con el mismo estilo. Esa ley declara que todos los “educandos” tienen el derecho de recibir lecciones de folclore, cualquiera sea el significado de este discutible concepto (¿alcanzará al tango y a la milonga, acaso también a las polcas y mazurcas que baila gente rubia en el campo misionero?).
De Angeli decidió
dedicar dinero de los contribuyentes, de los chacareros ahogados por las retenciones
como él, a algo que no le toca al Congreso Nacional, sino a cada provincia.
Para que luciera menos descabellada, o fascista, la decisión de obligar a las
escuelas de todo el país a contratar profesores de chacarera (y tal vez a comprar quenas
y charangos, o acordeones para el chamamé entrerriano, que son más caros),
decidió revestirla como si fuera el reconocimiento de un derecho.
Cualquier
estudiante de primer año de una escuela de leyes sabe que nadie puede tener un
derecho si no hay otro que tenga una obligación que, como tal, se le pueda exigir.
Por triste que sea, los derechos que la Constitución reconoce, como el derecho
a trabajar o a la vivienda digna, no significan que exista un vecino mío
obligado a emplearme o a regalarme una casa. Tampoco, que esas obligaciones las
tengan todos los vecinos juntos que forman esa ficción que llamamos “la
sociedad” y que están representados por otra ficción, el estado. Si usted
pretende que el estado le entregue una casa o lo emplee, le conviene exigirlo
con bombas, piquetes o marchas, porque no creo que le vaya bien en un tribunal
que aplique el Derecho.
Si seguimos
descubriendo derechos por todas partes después no nos va a alcanzar la vida
para inventar los impuestos que harán falta para garantizarlos. Mañana va a ser
el derecho a jugar al chinchón o a cultivar la murga callejera, y ya me imagino un
impuesto para comprar barajas u armar carrozas de carnaval.
El truco de andar disfrazando
decisiones propias como reconocimiento de derechos ajenos no es nuevo. Cuando en
2015 la Corte Suprema de los Estados Unidos decidió que era inconstitucional
que algunos estados prohibieran el matrimonio entre personas del mismo sexo, en
lugar de resolver sencillamente que ningún estado puede prohibir una
decisión sobre cómo organizar la vida personal, y punto, dijo que eso debía
permitirse porque hace posible que las personas gocen de ciertos derechos
reconocidos por la Constitución.
En disidencia votó
Antonin Scalia, durante las últimas décadas el más prominente de los jueces “originalistas”.
Esta corriente no comparte la idea de que la Corte pueda descubrir derechos que
no están en el texto de la Constitución, texto que exige interpretar según fue
entendido por la comunidad al tiempo en que fue aprobado. En lugar de creer que
la Constitución es algo vivo y cambiante, defienden explícitamente una constitución
“muerta”, que se cumple o se cambia democráticamente, pero que no se fuerza
mediante fallos. Scalia, además, fue un ejemplo de cómo debe escribir un juez
que quiere que lo entiendan. No era como los nuestros, que por lo general se
esfuerzan en ser oscuros como si eso demostrara profundidad, y no confusión.
Previsiblemente,
Scalia opinó que la mayoría de la Corte había protagonizado un putsch
judicial pues, dijo, nueve abogados (todos egresados de Harvard o de Yale) que
nadie votó y que no son responsables por sus decisiones decidieron sobre una
cuestión que estaba reservada a quienes representan al pueblo en las
legislaturas de cada estado. En otras palabras, opinó que la Constitución no
tenía nada que ver con la admisión del matrimonio homosexual pero tampoco con
definir al matrimonio como una unión entre personas de distinto sexo, y que por
eso había que dejar que cada estado decidiera el punto a través de los poderes
elegidos por el voto, como la mayoría de ellos ya había hecho.
La opinión de
Scalia incluye un pasaje que demuestra que el humor no es incompatible con la
profundidad que se espera de un juez supremo (intento traducir lo mejor que
puedo la magnífica pluma de ese juez): Una cosa es incluir extravagancias,
incluso tontas, en una opinión disidente o de adhesión, y otra cosa es hacerlo
en la decisión prevaleciente de la Corte. Por supuesto, las aparentes
profundidades de la opinión de la mayoría son a menudo profundamente
incoherentes. Dice la mayoría «La naturaleza del matrimonio implica que, a
través de un compromiso duradero, dos personas pueden encontrar juntas otras
libertades, como la de expresión, intimidad y espiritualidad» ¿Realmente?
¿Quién pudo pensar alguna vez que la intimidad y la espiritualidad, cualquier
cosa que signifiquen, eran libertades? Y si la intimidad lo es, uno pensaría
que la libertad de intimidad está disminuida antes que aumentada por el
matrimonio. Pregúntenselo al hippie que tengan más cerca. La de expresión, con
toda seguridad, es una libertad, pero cualquiera que haya vivido un matrimonio
prolongado puede atestiguar que ese estado feliz restringe, en lugar de
expandir, lo que uno puede prudentemente decir.
Si la Corte
Suprema de los Estados Unidos participa de la misma corriente de pensamiento
que el senador De Angeli, ya sabemos quién es el equivocado. Voy a tener que
ponerme a revisar mis premisas.
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