Hombres de honor, ma non troppo
No digo que yo lo supiera. Pero, si se
me permite ser un poquito pedante, algo intuía. La Cosa Nostra, por lo poco
que sabía de ella, debía de haber tenido alguna influencia en cierto modo de
vida argentino.
Con la excusa de semejante hipótesis pasé en 2011 unos cuantos
días en Sicilia para ver si encontraba alguna clave sobre la onorata società que me permitiera readaptarme después a Buenos Aires un poco mejor.
Lamentablemente, comprobé que
no es un tema del que les guste hablar mucho que digamos a los locales, de modo
que volví casi tan ignorante como cuando había partido. Eso sí, me enamoré de esa isla y de su gente mucho tiempo antes de descubrir al Comisario
Montalbano del gran Camilleri y de probar la pasta con sardinas.
Pero no me di por vencido. Como hay que
hacer cuando uno quiere averiguar algo de un país, acudí a un extranjero. Pero
no al norteamericano Mario Puzo, un hombre que tuvo la suerte de inventar un personaje
que provenía del pueblo de Corleone una década antes de que el control de la
organización fuera tomado precisamente por los corleoneses, de los cuales el
más célebre y sangriento fue Totó Riina. Acudí al inglés John Dickie, profesor en
una universidad británica de la curiosa asignatura Italian Studies que escribió
varios libros bien interesantes. Por ejemplo, en Delizia! The epic history
of Italian food se dedica a estudiar las causas de que los italianos coman
tan bien. Sobre la mafia ha publicado Storia della Cosa Nostra y Mafia
Republic, este último sobre la actuación posterior a la Segunda Guerra
Mundial de la organización siciliana, de la Camorra napolitana y de la N’drangheta
calabresa.
Dickie considera equivocadas dos
creencias muy difundidas sobre Cosa Nostra. La primera, que la aparición
de semejante fenómeno se hubiera debido a la pobreza. Parece que el asunto fue al
revés, y que en realidad la organización nació en 1860 en los alrededores de
Palermo, la zona más próspera de la isla, cuando creció de manera súbita la
demanda de cítricos cuando los británicos empezaron a comprar muchos limones para combatir el escorbuto que diezmaba a las tripulaciones de su armada,
y bergamota para hacer el té earl grey que habían puesto de moda en
Londres. La protección de los terratenientes, el sometimiento de los
trabajadores del campo y la intermediación parasitaria en el negocio de los cítricos
fueron las primeras actividades de los mafiosos. La segunda refutación del
libro es a la idea de que el fenómeno es una expresión de la cultura local, algo inevitable porque “así son los sicilianos”. El autor sostiene que de
ninguna manera puede atribuirse a la generalidad de la población de la isla el
individualismo extremo, el carácter violento y el desprecio a cualquier
institución formal que caracterizan a los uomini d’onore, y que esa
tesis fue a menudo el argumento defensivo y de propaganda que usó Cosa
Nostra para negar su propia existencia. Es simplemente una organización criminal
y el resto, sus víctimas.
Sí es cierto que los mafiosos gozaban de
enorme prestigio social como benefactores, y que los sicilianos a menudo se
indignaban cuando sometían a juicio en el Norte a alguien sospechado de mafioso, y lo homenajeaban cuando era absuelto por falta de pruebas por tribunales que habían
escuchado a testigos aterrados que de golpe perdían la memoria. Pero eso
obedecía al resentimiento contra el flamante estado italiano manejado desde más
al Norte, y a que los capi daban trabajo, mediaban en los conflictos,
traficaban favores políticos y hacían mucha beneficencia. Es cierto que cada
tanto “administraban justicia” a su manera, pero eso permanecía en las sombras
y sólo era conocido por la máxima dirigencia de la sociedad secreta, la Commissione.
Los asesinatos (perdón, ajusticiamientos) sólo podían ser decididos por este
cuerpo que reunía a todos los jefes de las familias. No era una decisión que
pudiera tomar a la ligera cualquier cuatro de copas.
Lo fascinante de Cosa Nostra es
la eficiencia de su modelo de gestión desarrollado por semianalfabetos
intuitivos simplemente a partir de algunas nociones, muy vagas, que alguno de
ellos pudo haber tenido de la manera en que se estructuraban las logias masónicas.
Es una de las empresas de familia más exitosas y longevas del mundo que fue
elogiada como tal por varios teóricos del management, entre ellos por
Peter Drucker. Una sociedad que tiene reglas que se aplican en serio, y algunas son muy sabias. Por ejemplo, si alguien fue asesinado en un enfrentamiento entre
familias, el líder del bando asesino asume el poder territorial que tenía la
víctima (se trata en definitiva de la conquista de un reino) pero es
responsable de ocuparse piadosamente de que a la familia del muerto no le falte
nada. Eso sí, los deudos no pueden seguir en la actividad bajo la nueva
jefatura porque el deseo de venganza podría hacerles perder disciplina y
objetividad. El profesionalismo ante todo.
Dickie también explica que la
organización similar que se desarrolló en Nueva York (que no era la única,
porque allí operaban también una mafia irlandesa y otra judía) mantenía buenos
lazos de amistad y hacía negocios esporádicamente con su colega siciliana, en
la que obviamente se había inspirado. Pero los colegas norteamericanos eran
independientes y, digamos, más chapuceros. Prueba de ello es que admitieron en
sus filas a Alphonse Capone, un sujeto que presentaba dos serios inconvenientes
que jamás le habrían permitido trabajar en Sicilia: era hijo de napolitanos y se
dedicaba al negocio “inmoral” de la prostitución.
La similitud que hay entre los valores
mafiosos y la vida diaria en la Argentina es notable.
Como suele ocurrirle a nuestros
empresarios, los períodos de prosperidad y de declinación de la Cosa Nostra
dependieron de sus relaciones con los políticos de turno: después de la
unificación italiana el nuevo estado sencillamente no tenía tiempo ni recursos
para ocuparse de ella, el fascismo la combatió despiadadamente hasta casi
inutilizarla, los norteamericanos y británicos que ocuparon la isla en 1943
permitieron que retomara fuerzas porque la utilizaron para consolidar el poder
territorial y para combatir al común enemigo comunista (varios mafiosos fueron
designados alcaldes), y los democristianos que gobernaron después de la guerra
durante varias décadas fueron los mejores socios, y en muchas casos empleados,
de la onorata società. En la Iglesia
parece que hubo de todo: algunos curas valientes la combatieron y terminaron
flotando en una zanja y otros la integraron.
Pienso también en el similar desprecio
por la ley, salvo por la propia del clan, en la falta de confianza en la
justicia oficial, o en la mansa aceptación de que uno debe pagar o pedir
permiso para hacer lo que de todos modos tiene derecho a hacer. Durante años nosotros
debimos contarle a la AFIP con quién viajábamos, adónde y en qué vuelo para que
nos autorizara a comprar dólares, y hoy debemos pagar al “trapito” para
estacionar donde está permitido hacerlo de manera gratuita. Eso no es
sustancialmente distinto a pagar protección para poder abrir una panadería en
Trapani cada mañana o encontrar a los hijos vivos a la noche. Los argentinos
somos vigilados de manera permanente por un dispositivo que registra la placa
del auto cada vez que pasa por determinado sitio, por ejemplo.
Otra similitud con los nuestros es que
los mafiosos eran bastante elementales como para tener alguna ideología, lo que
presupone haber leído alguna vez algún libro y haberlo comprendido. Muchos de ellos eran iletrados y odiaban a los comunistas
porque les habían dicho que atacaban a la familia e impulsaban la reforma
agraria, y eran “religiosos” para estar cerca de los poderes formales y
corromperlos. Usaban bandidos a quienes
entregaban a la policía cuando ya nos les servían, como hicieron con el
legendario Salvatore Turi Giuliano, un Robin Hood a la siciliana
retratado en la novela El siciliano, de Mario Puzo. No hay mucha diferencia
con nuestros políticos de hoy, gente bastante inculta, capaz de cualquier cosa
con tal de cazar votos para hacer negocios y que también recluta salvajes para
las guardias pretorianas que utiliza en las calles, plazas y estadios y a los
que puede pedir cualquier cosa, incluso un muerto si hace falta.
Tampoco allá la persecución judicial a
los uomini d’onore fue muy efectiva. Sólo dio un paso importante casi al
final del siglo veinte, cuando el fenomenal juez Giovanni Falcone llevó
adelante el megaproceso que juzgó a todo un sistema. Aunque parezca una humorada,
hay que decir que ese juez diseñó un excelente modelo para gestionar semejante
causa, pero que pudo hacerlo en buena medida gracias a la extensa confesión de Tomasso
Buscetta, un arrepentido que había tomado notas… ¡en cuadernos! Para finalizar
con los paralelismos, poquito después Falcone desgraciadamente fue a parar al
lado menos conveniente del césped después de saltar por los aires junto con su
auto.
Pero además del profesionalismo creo que
hay otra diferencia más importante entre los mafiosos con denominación de origen controlada y los nuestros: la palabra de origen siciliano omertà,
que suele asociarse a la regla del silencio, significa “humildad”. Los hombres de honor son gente
sobria y discreta, nada frívola. A su estilo tienen clase.
-Ω-
¡Gracias Marcelo! Ahora tenemos pruebas científicas y argumentaciones racionales sólidas para lo que antes era sólo una sospecha. Cosa juzgada.
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