Rent-a-judge

    Hace como veinte años un juez extranjero me preguntó si en la Argentina existía el juicio por jurados. Le contesté que, salvo en alguna que otra provincia, ni siquiera nos habíamos molestado en cambiar la norma de la Constitución que desde hace más de un siglo y medio nos ordena (no nos sugiere), aplicarlo. Me preguntó entonces si yo podía dormir tranquilo al saber que las decisiones siempre eran tomadas por personas designadas por el poder político. Probablemente ese día haya comenzado mi trastorno de sueño.

    Un poco más tarde, y luego de implementar “a la argentina” el Consejo de la Magistratura, el desastre está a la vista: procesos de selección dominados por afinidades de pandilla, jueces que deben elegir entre “hacer carrera” o juzgar con independencia enfrentando amenazas de ser removidos por el contenido de sus sentencias y una impúdica relación entre los resultados electorales y la promoción o reactivación de las causas que involucran a funcionarios.

    Las cosas normales no han funcionado. Se impone algo de heterodoxia.

    Dado que el mundo es cada día más pequeño (la frontera es ya un concepto que sólo importa a los cartógrafos, como había anticipado Borges en Juan López y John Ward) imagino una convención internacional por la cual los estados signatarios se brinden asistencia judicial recíproca, pero no para asuntos menores de notificación o producción de pruebas sino para tramitar toda la causa y dictar la sentencia. Algo así como un sistema mutualista en el cual los países se presten sus jueces, o se los alquilen, cuando alguna de las partes no está dispuesta a confiar en sus propios tribunales. Podríamos llamarlo Acuerdo Multilateral para la Asistencia Judicial (“AMAJ”).

    Una vez puesto a rodar el AMAJ cada país pondría a disposición de los ciudadanos de los demás (no de sus gobiernos) sus tribunales de justicia para que brindaran exactamente el mismo servicio que dan a sus propios habitantes y al mismo costo en término de tasas o impuestos de justicia.

    Bajo una metodología previamente acordada, se formaría un ranking de países según lo que podríamos llamar su “respetabilidad judicial”. Serían aquellos que tuvieran los tribunales más confiables a criterio de sus propios ciudadanos, lo que resultaría de los variados índices de seguridad jurídica que anualmente elaboran muchos organismos y ONG internacionales, o de la metodología que se invente especialmente. La combinación de índices de distintas fuentes agregará objetividad a la selección.

    Los diez países mejor ubicados en ese cuadro de honor pondrían a disposición de los demás signatarios del AMAJ sus tribunales de justicia para determinados temas; por ejemplo, para el enjuiciamiento penal de funcionarios públicos de cierta jerarquía o para la revisión de determinados actos relevantes de la administración. Según sea el caso, la querella, el fiscal, el imputado o el administrado podrían solicitar la aplicación del AMAJ, lo que pondría en marcha un mecanismo público y transparente de sorteo de tribunal.

    El sistema judicial llamado a decidir aplicaría su propio procedimiento pero las normas de fondo del país donde se originó la controversia, algo que no es problema para gente formada en los principios generales del Derecho. A los nacionalistas de izquierdas o derechas no debería preocupar que el AMAJ se convirtiera en un mecanismo de dominación de las potencias imperiales, dado que las mejores ubicaciones en el ranking de respetabilidad judicial no tienen por qué corresponder a los países más poderosos. Nadie debería temer que Islandia o Malta pretendieran sojuzgarnos mediante sentencias (los ejemplos no son caprichosos: esos países se ubican de verdad muy arriba en todos los índices de vigencia del estado de Derecho). Recordemos que el tribunal designado intervendría en un caso que no estaría en condiciones de elegir.

    Ningún sistema es infalible ni evita que funcionen la corrupción u otras miserias humanas. También hay coimeros en Dinamarca, pero menos. Además, parece poco probable que un juez de Barbados o de la República de San Marino, por caso, pueda estar especialmente preocupado por las repercusiones que su fallo pudiera tener en el Ministerio de Justicia argentino, al que no le deberá su puesto, ni el de su novia, ni del que dependerá él mismo para ascender a camarista. Ese juez tampoco especulará con saltar a la política para presentarse como candidato a diputado de ninguna parte. Ni siquiera entenderá el idioma que usan los conductores de nuestros programas de radio de la mañana, que lo tendrán totalmente sin cuidado allá en, digamos, Helsinski.

    El costo de funcionamiento del AMAJ sería bajísimo en relación con sus beneficios. Podría estimularse la creación de un seguro que cubriera tasas de justicia extranjeras, con la consiguiente revitalización de otro sector de la economía. Hay muchas alternativas en cuanto a su implementación, sobre la que hay que hacer análisis más detallados: tal vez deban viajar los jueces sorteados, tal vez deban hacerlo las partes, pero es más probable que no sea necesario ningún viaje, ya que las telecomunicaciones han avanzado tanto que pueden presentarse escritos y conducirse audiencias a distancia vía Intenet, con traductores si hiciera falta, todo a un costo despreciable.

    Los países signatarios se comprometerían a hacer funcionar sus mecanismos de remoción si, al fallar en un asunto extranjero, sus jueces incurrieran en mal desempeño. Pero si no lo hacen es un problema de ellos. Además, no hay por qué presumir que en un sistema caracterizado por la seriedad y la responsabilidad se cometan tropelías sólo por la extranjería del caso.

    El AMAJ traería también beneficios colaterales. “Externalidades”, como gustan decir los cacofónicos economistas.

    Los países se esmerarían por ubicarse en los mejores lugares del ranking. Serían mirados con más favor por los potenciales inversores. Por definición, los países judicialmente más respetables prestarían muchos servicios pero no los requerirían al prójimo en igual medida. Los ingresos que provinieran de esta exportación no tradicional de servicios estatales podrían mejorar la infraestructura o los salarios de los empleados judiciales del lugar, y todo, sorprendentemente, sin que se les deba nada a los políticos locales. De su lado, los jueces de los países que no sean nunca elegidos se esmerarán por salir de esa condición, que los hará poner colorados cuando se encuentren con colegas de otro lado en las convenciones internacionales.

    Las audiencias podrían transmitirse también por Internet para que los políticos y ciudadanos del país de origen de la controversia pudieran seguir el caso e identificar las mejores prácticas internacionales, una especie de reality show que tendría un interesante efecto en términos de instrucción cívica.

    Todo sin gastar un peso en ningún edificio nuevo ni nombrar gente. A lo mejor por eso no se hace.


Comentarios

  1. Ud. vió a donde redirige su link (el que acompaña a "Publicado originariamente como...")? No es un queja, eh. Simplemente, una acotación (¿curiosa? no sé si esa es la palabra...). Por lo demás, me encantó el post. Nunca lo dejarán hacer esto, es demasiada buena la idea.

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  2. Rectius "demasiado", perdón por el typo...

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