Senatores boni viri, senatus autem mala bestia
Yo no entiendo ni pichicho de latín, pero el título es una frase atribuida al finado Marco Tulio Cicerón que querría decir que los senadores son buena gente pero que el senado es un mal bicho. Para mí que tenía razón el romano. A alguna gente frecuentar ese sitio le hace mal.
Una senadora nacional de
apellido Sacnun, de mi provincia, presentó un proyecto
de ley de “Acceso a los Productos de Consumo
Popular”.
Miro su texto con la tolerancia,
el optimismo y la paciencia que me caracterizan. Dejo de lado la dificultad de
determinar quién califica como pueblo y quién queda afuera, y qué es o no objeto
de consumo popular. Alguna vez me explicaron eso de los llamados productos
aspiracionales, que no son los que se aspiran sino, por ejemplo, los que hacen Nike
o Samsung y venden a la gente humilde, que como todo el mundo quiere mostrar que se ha
comprado algo caro.
A pesar de su título la norma no
se ocupa de los consumidores, sino de los productores: establece que el 10% de
las compras de los supermercados, hipermercados y mayoristas tiene que hacerse
a cooperativas, mutuales, empresas de agricultura familiar,
microemprendimientos o pequeñas y medianas empresas. Habla de un cupo del 10%
“de la facturación de sus compras” (sabemos que nadie factura sus compras sino
sus ventas, pero igual le ponemos voluntad…). Es curioso que meta en la bolsa a
las mutuales, que por definición sólo pueden vender bienes o servicios a sus
asociados. Pero seguro se beneficiarán las cooperativas, así que los directivos
de Sancor Seguros o de Banco Credicoop que escuchen la noticia en la radio de
su Porsche Cayenne o tomando un Negroni en Porto Cervo se van a poner
contentos.
Dice que las partes establecerán
“de común acuerdo” los precios, pero también que la autoridad de aplicación debe
homologarlos y que el plazo de pago no podrá exceder los quince días. O sea, lo
contrario de lo que cualquiera entiende por un acuerdo (que, por otra parte, si
no fuera común no sería un acuerdo). Salvo que haya querido decir que un
burócrata es el que tiene que estar de acuerdo con el acuerdo ajeno. Un
metaacuerdo. Eso ya lo inventó el maestro del micromanagement Guillermo
Moreno sin necesidad de ninguna norma. Por teléfono y a las seis de la mañana regulaba
los precios el tipo y todos los mercaderes argentinos le hacían caso.
Si nos atenemos al texto del
proyecto, un hippie de El Bolsón -durante algún intervalo sobrio- y Carrefour
tienen que acordar el precio de una partida de arándanos y deberían también
iniciar un expediente cada vez que cierren una venta para que la autoridad homologue
la equidad del trato. Pero en esa oficina no van a bendecir cualquier cosa: el
proyecto, que parece una idea del orwelliano chancho Napoleón, ordena que los
precios se acuerden teniendo en cuenta, entre otras cosas, los siguientes
detallitos: (…) 2. La existencia de barreras a la entrada y salida, de tipo legal,
contractual, económico o estratégico, y los elementos que, previsiblemente,
puedan alterar tanto esas barreras como la oferta de otros competidores. 3. La
existencia de competidores, clientes o proveedores y su respectiva capacidad de
ejercer posición dominante o poder de mercado. 4. Las características de la
oferta y la demanda de los bienes o servicios. 5. El grado en que el bien o el
servicio de que se trate sea sustituible, por otro de origen nacional, o solo
en su imposibilidad por uno extranjero, considerando las posibilidades
tecnológicas y el grado en que los consumidores cuenten con sustitutos y el
tiempo requerido para efectuar tal sustitución.
Como se ve, algo que cualquier
chacarero está en perfectas condiciones de entender para llegar a un “común
acuerdo” sin necesidad de contratar una consultoría de Deloitte o de McKinsey:
el tipo se chupa el índice, lo pone contra el viento, pregunta en la estación
de servicio de la ruta cuántos camiones además del suyo salieron esa mañana de Villaguay
con sandías y un rato después se sienta en Rosario con un empleado de veintiocho
años del área de compras de Walmart para conversar sobre mercados relevantes, market
share, posición dominante, elasticidades, sustituibilidad, barreras de
entrada (según el proyecto, también tiene que hablar sobre “barreras de salida
estratégicas”, que probablemente sean las tranqueras), cuánto da el índice de Herfindahl-Hirschman
para las sandías y cosas así, a pesar de que toda esa disciplina es de una
utilidad algo sobrevalorada (v. Hull, Gary, The abolition of antitrust, Londres,
ed. Routledge, 2017, que yo me lo leí todito).
Lo llamativo es que antes de
ocuparse de distorsionar los mercados la autora había redactado en el artículo
cuarto los principios y finalidades bajo los cuales debe interpretarse su norma,
que encaran exactamente al revés de lo que dispone: El derecho a desarrollar actividades económicas y la libre concurrencia
de los operadores económicos al mercado (…) y la transparencia y eficiencia de
los mercados. Debe de haberle pedido los principios a un asesor y el
articulado a otro, y después al telefonista que copiara y pegara todo.
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