Dejame en paz, tango

 


En algún lugar debe haber un basural donde están amontonadas todas las explicaciones.

Julio Cortázar, Un tal Lucas

             

Siempre me ha parecido que el descubrimiento de la verdad es mejor negocio que la prolongación del engaño. Nada hay más beneficioso que la partida de una compañera infiel, o que la revelación de que ese al que creíamos amigo en realidad es una basura (a veces la vida economiza esfuerzos y nos regala un "dos por uno": la traidora se va con la basura). Sin embargo, nosotros acá en el sur alimentamos alejandrinos u octosílabos cursis haciendo una tragedia de cada bendición.

Aclaro que, tal vez justamente por ese masoquismo nacional,  me gusta muchísimo el tango. Escucho cosas de Gardel, de Troilo o de Salgán tanto como de Mozart, Verdi o Duke Ellington. Y en materia de cantantes (perdón, de cantores) creo que si Goyeneche hubiera nacido en New Jersey se habría llamado por lo menos Frank Sinatra. Pero es difícil defender al tango de esa obsesión de que invariablemente la mina se vaya con otro, que se dedique a tirar a la marchanta los morlacos de un bacán y que olvide al que la había ayudado a gambetear la pobreza en una casa de pensión. No digo que siempre debamos despertarnos, como el grillo aquel, con el corazón eglógico, adjetivo espantoso que debimos aprender de pibes aunque fuera imposible de pronunciar sin que saltara de nuestra boca el clandestino chicle (y que nunca más usaríamos, oiríamos ni veríamos escrito). Pero el rezongo tanguero es demasiado.

El primer tango cantado que se grabó fue, dicen, Mi noche triste, que refiere a un bobalicón que ni siquiera se ha dedicado a quitar de allí los frasquitos que ella dejó, todos adornados con moñitos del mismo color, lo que los hace inservibles para guardar especias o cosméticos con un mínimo de eficiencia (la percanta, además de ingrata, se ve que era medio lela). Y la guitarra se le humedece en el ropero al tipo, que además de solo y triste vive ciego por elección, pues ni siquiera enciende la lámpara del cuarto. Todo eso por convertir en tragedia lo que debería haberlo llevado a arrojar los frasquitos al diablo, rescatar a la viola y rasguear algo tonificante pensando en otra mina, no importa si existe o hay que salir a buscarla.

Entiendo que es difícil esa actitud para el protagonista de Mi noche triste, principalmente por la resistencia de todo tango a celebrar algo. Pero hay excepciones. Al hombre le levantaría el ánimo escuchar, por ejemplo, Mano blanca, que describe a un carrerito del Once que está orgulloso de su modesta chata adornada apenas con una estrella de bronce, que trabaja sin protestar y que marcha con los ojos cargados de sueños hacia una cita que tal vez sólo imagine, como Alonso Quijano cuando dedica a Dulcinea una hazaña imaginaria.

No sabemos si los letristas de tango nos han hecho así, o si la cosa fue al revés y ellos sólo nos pintaron tal cual somos. Es cierto que todo texto cambia según sea aquello que lo rodea (Pierre Menard, autor del Quijote, de un tal Borges), pero también que toda página inexorablemente termina modificando la realidad (Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, del mismo señor, que admito que no he entendido).

Debamos o no culpar al tango, percibo en nosotros la costumbre de convertir en problemas lo que deberíamos celebrar, de utilizar situaciones normales y hasta deseables como explicaciones de lo que falla o se frustra.

Por ejemplo, en Buenos Aires es muy habitual ir a un restaurante, quejarse porque a uno lo atienden fatal y escuchar de un camarero que habla con la resignada voz del que ha sido derrotado por la vida: “¿Sabe qué pasa, señor? Hoy estamos repletos”. No está sufriendo el hombre una invasión de pingüinos, de extraterrestres o de inspectores de impuestos, sino de clientes que han ido a comer, lo que imagino habrá sido precisamente la ilusión de los que trabajan allí.

Cuando quiero pagarle con un billete de los más grandes todo quiosquero que no sea venezolano reacciona con fastidio: “¿No tenés más chico, hermano? Me llevás el cambio…”. Me pregunto qué otra cosa que no sea mercadería y cambio tiene que procurarse esa persona cuando se levanta cada día. No le pido que adorne el quiosco con flores ni que lo perfume con sahumerios. ¿Para qué necesitaría el cambio que no fuera para dármelo a mí?

Leo en un diario patagónico que “cayó al piso un molino eólico en Comodoro Rivadavia por el fuerte viento”. Además de pensar que alguien cobra por escribir que una columna erigida en medio del campo ha caído “al piso”, imagino al gerente de la empresa haciendo declaraciones del tipo “¿Y, qué quieren? Con este viento…”.

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Comentarios

  1. Sublime artículo, afirma este tanguero empedernido. Tal vez el mayor contraste con la lógica de "Mi noche triste" sea "Victoria" ("Victoria, cantemos victoria, yo estoy en la gloria, se fue mi mujer"), curiosamente de Discepolo, también cultor del "minochetristismo", claro que con mucho mejor estilo literario. Abrazo.

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