Cuatro días en la Reina del Plata


La doctora Manfredi dice que mi tratamiento marcha bastante bien, pero que a la medicación hay que ayudarla con hábitos saludables. Opina que debo cambiar mi tendencia a recluirme y a trabajar todo el tiempo (y que debo moderar ciertos apetitos desordenados que, por pudor, dejo para otro informe). Dice que esa costumbre que tengo de no aceptar ninguna invitación social es negativa para mi situación anímica, todavía algo inestable, y que no debo abandonar a los amigos porque son una fuente de bienestar. Algo dijo sobre el Síndrome del Lobo Estepario. De reojo pude ver lo que anotaba en mi historia clínica: “bicho canasto”.

Conmigo la doctora viene acertando desde el momento mismo en que empezó a atenderme dos veces por semana por ciertos rasgos de mi personalidad que mi familia decía que eran algo obsesivos, hace exactamente catorce años, seis meses, dieciocho días y cuatro horas.

Así que en noviembre de 2012 puse manos a la obra, mandé el traje a la tintorería y me dispuse a seguir su consejo. Nada perdería con probar unos pocos días eso de tener vida social. Comenzaría yo a disfrutar de cocteles, inauguraciones, cumpleaños, con su combinación de elegancia, champagne, bocaditos y gente que sonríe, finge interés por mi vida y sólo habla de cosas gratas.

Miércoles 7. Quedamos con María José en encontrarnos a las siete y media de la tarde en el Centro Cultural Recoleta para acompañar a una amiga pintora en la inauguración de su muestra. Salí de mi trabajo de entonces (Puerto Madero Sur) a las siete menos veinte, en medio de la tormenta. Los semáforos no funcionaban, la gente cruzaba la calle oscura agitando sus teléfonos celulares encendidos a modo de antorcha como en los conciertos, no para festejar nada sino para no convertirse en un cadáver NN, al tiempo que esquivaba como podía la basura que se había acumulado por la huelga de los recolectores. Durante los cuarenta y cinco minutos que estuve parado sobre Leandro N. Alem viendo gente desesperada por saber cómo diablos llegaría a su casa (había problemas con los subtes y los trenes) hasta imaginé que aparecería un ataque aéreo y que llovería Napalm. Llegué a Recoleta a las ocho y treinta y cinco, cuando en el vernissage no quedaba ni un sandwichito de esos de choclo que todos evitan. Decidimos irnos para casa, pero camino hacia el Norte nos topamos con otra sucursal del infierno: un concierto de Kiss en River. No sé si me explico. Dos horas y media hasta mi domicilio.

Jueves 8. Movernos fue, digamos, un poco difícil debido a la marcha que llamaron agudamente 8-N, nombre apropiado para un desembarco o un operativo militar de ocupación. Medianoche y yo seguía en mi auto.

Viernes 9. Debía estar a las ocho de la noche en Caballito en una misa por las bodas de plata matrimoniales de unos amigos, a lo que seguía el festejo en un restaurante de Flores. Como continuaban los cortes de luz en toda esa zona, como muchos semáforos seguían sin funcionar desde la tormenta del miércoles, como la Avenida Rivadavia estaba bloqueada por la protesta de los vecinos oscurecidos de la calle Senillosa, como además era viernes y llovía, una hora y veinte después de salir de mi oficina descubrí que no llegaría a la misa ni para el “podemos ir en paz” (una forma de decir) y que debía marchar directamente al restaurante, para lo cual manejé otros cuarenta y cinco minutos hasta Flores. El sitio, lamentablemente, no contaba con un sistema de recuperación cardíaca.

Sábado 10. Por la noche se casaba en la iglesia de San Ignacio la hija de un amigo. Pensé que nada podía haber más desierto que la zona de Plaza de Mayo un sábado por la noche, y que seguramente por primera vez en la semana podríamos llegar bien a algún destino. Después de doblar desde el Obelisco hacia Diagonal Norte quedamos atrapados durante cincuenta y cinco minutos en medio de miles de autos y del más descontrolado concierto de bocinas de que tenga memoria. Nadie nos había indicado que habían cerrado al tránsito varias calles porque en ese mismo momento estaba ocurriendo allí la Marcha del Orgullo Gay, Lésbico y Transexual. Cuando llegamos a la iglesia los padrinos terminaban de saludar en el atrio. Tal vez sospecharon que no habíamos estado en la ceremonia, por la transpiración y las caras desencajadas que traíamos, o acaso cuando, en medio de jadeos, le dije a mi amigo “¡qué linda estaba Florencia!”, por su hija Agustina.

Ya estoy recuperado, listo para continuar con la encantadora vida social que ofrece esta ciudad y que los parientes que se quedaron allá en mi pueblo nunca tendrán, pobres.

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