Aceleradores

 


Ayer un amigo me envió un mensaje de audio a través de Whatsapp. Cuando lo escuché, su voz apareció más aguda y su discurso, pronunciado a toda velocidad, como en los avisos comerciales que reproducen condiciones de la oferta para cumplir con requisitos legales. No sabía yo cómo escucharlo de modo que se pareciera a la manera como él habla.

Al rato me enteré de que Whatsapp había agregado la función de aceleración de la velocidad de las grabaciones, porque hay gente que se impacienta si tiene que escucharlas en su versión original. Me pareció interesante que una empresa deba hacer algo para que la gente continúe usando su servicio si los demás se empeñan en hablarle como hablan siempre (o para que tenga más tiempo para consumir publicidad u otros servicios que le brinda Facebook, que es la dueña de Whatsapp).

Es cierto que algunas personas abusan un poco del tiempo ajeno. Los profesionales se quejan porque hay personas que les hacen complejas consultas de veinte minutos de esa manera, por supuesto sin pagarlas. Es gente que no está dispuesta a invertir el mismo tiempo escribiendo, o que no sabría hacerlo. La facilidad de grabar un mensaje no solamente le ahorra la incomodidad de escribir. También le permite capturar más el tiempo de los demás.

Pero tal vez habría que haber dejado que las personas “regularan” cuánto están dispuestas a procesar mensajes grabados, porque hay algo evidente: nadie está obligado a escucharlos. A lo mejor, si el abusador se da cuenta de que nunca escuchamos lo que graba cambia de herramienta: escribe algo más breve o (¿por qué no?) intenta con la vieja herramienta de la conversación, con otro del otro lado que escucha y puede también decir algo y, acaso, enriquecer la cuestión que ambos tratan. Me temo que el acelerador estimulará discursos aun más largos.

El asunto me hizo acordar a un chiste que vi escrito en una camiseta que exhibían en una tienda de Nueva York: “Por favor, hable más rápidamente, soy neoyorkino”. Se lo comenté a una amiga, que me contó que, también en Nueva York, una vez su hija se demoró buscando el dinero para pagar un pasaje de tren y un señor que estaba detrás de ella en la fila se adelantó y le dijo al de la ventanilla: “Cóbreme a mí lo de ella, yo tengo más dinero que tiempo”.

Como provinciano algo aporteñado, cuando voy a mi pueblo natal y me mandan a comprar pan, pido el medio kilo inmediatamente después de cumplir con el mínimo requisito protocolar de decir los buenos días. El panadero, que me reconoce, comienza a hacerme preguntas sobre mi vida y la integración de mi familia. Yo no fui a conversar con él, sino a comprar pan, y me pongo nervioso porque pienso que la señora que está detrás de mí se enfurecerá porque demoro su proceso de compra. Tardo en comprender que ir a comprar algo en un pueblo sin un poco de conversación es de una rudeza intolerable, y que la señora de atrás disfruta de escuchar las noticias de un desconocido que habla con el panadero. Si la privo de ese entretenimiento soy un maleducado. “En Roma, haz como los romanos”, me recuerdo a mí mismo.

Para ofrecer un modelo opuesto a la velocidad por la velocidad misma, un piamontés llamado Carlo Petrini creó el movimiento Slow Food, una obvia respuesta a la comida rápida. Esa gente celebra todo lo contrario: detenerse y prolongar el disfrute, no perderse ninguno de los detalles placenteros asociados con la comida, desde el mercado a la mesa. De esa simple iniciativa “exporta” el principio a todas las formas de interacción humana, intimidades incluidas. A lo mejor las reuniones de esa institución no son especialmente eficientes, pero me imagino lo bien que la pasan cuando hacen la pausa pranzo.

El mundo permite elegir a cada uno la manera en que le da la gana vivir. No hacía falta que de eso se ocupara Whatsapp. De todos modos, tampoco es obligatorio usar su acelerador de voz. Cuesta encontrar el botoncito, pero se puede.

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