Día de playa
No pude resistir más lo que empezó como una amable sugerencia
de mi familia y terminó como una despiadada crítica a mi forma de ser. Que
solamente un sujeto extraño como yo pasa mucho tiempo al lado del mar sin pisar
una sola vez la playa, que no es posible volver a casa sin haberse mojado por lo
menos las asentaderas en las cálidas aguas de por acá, que andar descalzo y
dejarse despeinar por las brisas tropicales hace bien para qué sé yo qué
armonía espiritual y demás esoterismos por el estilo.
Mis familiares tienen buena intención, pero son algo
contradictorios, porque a la vez que insisten en que debo ponerme al sol me
dicen una y mil veces que no olvide embadurnarme con un protector “factor
cincuenta”, que si no entendí mal da como resultado que el organismo hace de
cuenta que uno no ha estado bajo el sol. ¿Para qué hacerlo, entonces? Es como
ir al cine y vendarse los ojos.
Entonces manejé casi una hora para llegar a una playa bien elegida,
con la esperanza de encontrar ahí un lugar apropiado para sentarme a leer (olvidé
el equipo para tomar mate, una actividad que acaso justifique la existencia de
las playas). Imposible: demasiado sol para disfrutar del libro, la brisa
tropical en realidad se parece bastante al viento y encima pájaros y chicos
gritan por igual (no por igual, en realidad los primeros son más afinados).
Encontré una palmera, pero en cuanto me senté bajo su sombra vi pasar una
lagartija a la amenazante distancia de dos metros y decidí que ese sitio era
demasiado peligroso para distraerse. Había que permanecer en un estado máximo
de alerta, totalmente incompatible con cualquier intento de descanso o recreación.
Dispuesto a mojarme al menos los tobillos, me dirigí a la costa y
descubrí con repugnancia que allí había nada menos que cuatro pelícanos, al parecer
intentando capturar algo debajo del agua (más peligros, ahora escondidos). Tienen
todo un continente para ir a comer y paran justo en ese lugar. El pelícano es un
bicho desagradable. Tiene el pico más desproporcionadamente grande que he
visto, que desvía la atención e impide percibirle su mirada torva, propia de los
seres traicioneros. Nunca había conocido a uno personalmente, pero desde que los
vi dibujados en un librito de cuentos infantiles les tengo rabia. ¿Qué
servicio presta a la humanidad un pelícano?
No podía yo descuidarme frente a tantas agresiones de la naturaleza
que, se sabe, debe ser dominada por el hombre (v. Génesis, 1:28) y no al revés
como dice la Greta Thunberg esa. La lucha del hombre contra los seres irracionales
no puede tener dos ganadores: uno de los dos no saldrá vivo del combate. Yo aborrezco
a toda planta o criatura que no se coma. Su existencia carece para mí de
toda justificación. Y no he sabido de nadie que comiera
pelícanos ni lagartijas.
En casa ya saben que a mí me encantan los paisajes marítimos,
pero como me encantan todas las bellezas: si las miro desde un piso
catorce (para que haya menos ruido), con aire acondicionado, una toalla blanca
y un teléfono a mano para pedir pizza. Ningún lujo, pero sin las incomodidades
de la arena caliente, el viento, las sustancias que engrasan la piel y se
pegotean después con la ropa. Para peor, ahora todo el mundo anda con una
cámara en el bolsillo y las abuelas parecen obsesionadas por fotografiar a los
nietos durante su primera vez a orillas del mar. Eso hace gritar también a los
adultos e impide al prójimo leer.
No es que sea yo un insensible, alguien que se mantiene
indiferente cuando contempla las Cataratas del Iguazú o el Cañón del Colorado. Claro
que me conmueven esas maravillas. Pero nunca termino de apostar a
favor de que hayan sido producto de una mente superior, todopoderosa y
benevolente. Qué se yo si fue así, o si resultaron de un revoltijo azaroso de
átomos, un terremoto o una erupción que terminó sepultando a miles de inocentes
cuyos esqueletos siguen debajo de sitios que la gente fotografía sin saber que
en realidad le está faltando el respeto a un camposanto. Me pongo a pensar en ese
posible origen de las Cataratas del Iguazú y me dan ganas de dinamitarlas.
En cambio, cuando miro los prodigios de la mente humana me
acerco un poco más a la idea de Dios, y hasta sospecho de su existencia. Eso sí
me emociona. Pero no solamente cuando miro el Juicio Final de Miguel Ángel, el
edificio Empire State o un Iphone. También me maravillan un plato de tortelli
de la Emilia Romagna, una bicicleta o un bidé. Si su mente fue capaz de
inventar esos portentos, me digo, el ser humano no puede haber sido el
resultado de un irresponsable revoltijo de moléculas. Tiene que haber
intervenido algún diseñador talentoso algunos minutos después de que el mono
bajó del árbol y se paró sobre dos de sus patas. Los otoños de Mendoza, el
archipiélago de Los Roques en Venezuela, el Sahara o la playa de Culebrita en
Puerto Rico, con lo extraordinarios que son, ni de lejos son capaces de
sorprenderme como me sorprende que alguien haya decidido ponerles rueditas a
las valijas (hace pocas décadas nos lastimábamos las manos de cargarlas) o un
temporizador a la cafetera (¿hay contribución más grande al placer humano que
una máquina que espera con café recién hecho exactamente cuando uno tiene
previsto levantarse?).
Para ser sincero, no todo fue negativo en mi excursión. Pude poner en orden todos estos pensamientos. No es poco, entonces, lo que
me llevo de los veintidós minutos que pasé en la playa.
-Ω-
Estimado Marcelo. Tu clara percepción del espíritu traicionero del pelícano me hizo recordar que Fontanarrosa nos advirtió oportunamente que el pingüino es un asesino despiadado. National geographic nos está engañando
ResponderEliminar¿Eso dijo el rosarino? Seguramente me lo plagió a sabiendas de que yo ya lo había pensado pero no lo había escrito. Sí recuerdo que en un diálogo entre Inodoro y Mendieta, uno de los dos (no recuerdo cuál) señaló que el pingüino es monógamo y el otro le contestó que por eso mismo le dicen “el pájaro bobo”. Un abrazo, gran Ronald.
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