A vestirse, que hay que ir a votar

 

En los Estados Unidos gustan de convertir cada discusión en algo que entretenga a los nueve integrantes de la Corte Suprema y dé trabajo a los tantísimos abogados que tienen (que, como les pasa a los de acá, no encuentran demasiadas cosas útiles para hacer).

Esa pasión por los litigios inspiró a Robert Fisher su divertido libro Legally correct fairy tales, que reescribe algunos clásicos cuentitos infantiles convirtiéndolos en pleitos. Por ejemplo, cuenta las alternativas del proceso El Roble vs. Geppetto, que enfrentó al padre biológico y al adoptivo por la custodia de un muñeco que terminó quebrado por los abogados y viviendo en un hospicio a la orden de un juez que jamás había visto.

Por lo general, afortunadamente las nueve personas de Washington que se visten con togas negras siguen a rajatabla la utilísima Ley de Sánchez: “no te enganches”. Rara vez se ocupan durante cada año de más de cien casos de todos los que le acercan los abogados ociosos. Eso sí, cuando deciden mirar alguno agarrate, Catalina.

Alguna vez la Corte se ocupó de la manera en que la gente puede vestirse para ir a votar. No se trataba de dar una recomendación estética a los norteamericanos, algo que los jueces todavía no tienen permitido hacer (además de ser un empeño de incierta probabilidad de éxito en ese país). Ocurre que algunos estados han aprobado leyes que prohíben concurrir a los centros de votación con vestimenta que contenga distintivos partidarios u, obviamente, el nombre de algún candidato. Eso, creo, en la Argentina es igual. Pero en algunos sitios del norte han ido algo más lejos y también prohibieron la indumentaria y los accesorios “electoralistas”, que vendrían a ser algo así como cualquier cosa de la que pueda inferirse la preferencia política del que lo lleva, un tema delicado en un país donde es difícil que la gente ande sin camisetas o gorritos que lleven alguna inscripción. En 2017, en Minnesota Voters Alliance et al v. Mansky, la Corte declaró inconstitucionales las normas de un estado que prohibían la indumentaria que denotara una intención de hacer propaganda electoral, porque no contenían una clara y razonable definición sobre cuándo debía considerarse que existía semejante problema. Por eso entendió que esas normas violaban la libertad de expresión que sale de la Primera Enmienda constitucional.

Los estados no parecen haber cumplido acabadamente con esa orden de los supremos. Los distintos bandos preparan ahora su arsenal de argumentos en el caso de una chica de Texas que fue a votar con una t-shirt que mostraba el logo del cuerpo de bomberos del lugar. No la dejaron porque entre otras cosas la gente debía decidir ese día sobre una iniciativa relacionada de alguna manera, precisamente, con los bomberos.

La justicia, entonces, debe trazar el límite, dar la pauta para que un presidente de mesa de votación (acaso, un leñador de Wyoming) no se ponga a interpretar, por ejemplo, que una camiseta que muestra un chile jalapeño es en realidad una proclama a favor de flexibilizar la política migratoria, de terminar con la idea de Donald Trump de construir un muro en la frontera con México y, en suma, de votar por el Partido Demócrata.


Si entre nosotros se aplicaran normas tan estrictas sobre la traza de los votantes se plantearían, por lo menos, los siguientes problemas:

  1. Nadie con boina blanca podría siquiera acercarse a una escuela, porque ese atributo (aunque se lo haya olvidado) identifica a los miembros del Partido Radical.
  2. Una dama que portara un Rolex de oro y un bolso Louis Vuitton sería inmediatamente expulsada por emular, con evidente intención electoral, a Cristina Fernández.
  3. Las monjas serían obligadas a quitarse los enormes crucifijos que suelen llevar, que serían vistos como una señal inequívoca de apoyo a Lilita Carrió.
  4. Un votante al que le colgara de la bolsa del supermercado una tira de chorizos sería sospechado de estar haciendo campaña por el peronismo, corriente que ha puesto al choripán en el lugar que para los socialistas europeos ocupa la rosa.

Por suerte, las camisetas que tienen la cara del célebre rugbier, médico, motociclista, revolucionario, presidente de banco y ministro de industria Ernesto Guevara de la Serna no causarían ningún problema, porque a esas las llevan casi todos y sería imposible identificarlas con algún partido. Hasta se las he visto a un manifestante de la comunidad LGBT, a pesar de que el Che mandaba fusilar por “contrarrevolucionaria” a cuanta persona de alguna de esas condiciones encontrara por La Habana. No me imagino al leñador de Wyoming interpretando con facilidad todas esas cosas para ver si deja votar a alguien.

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