La rebelión de las cafeteras

 





La rebelión de (por) las cafeteras

 

Desgraciadamente, este fin de semana dejó de funcionar la cafetera de mi casa. El local de la cadena Frávega más cercano tiene una sola, impresentable. Para eso -pienso- hago el café con el filtro ese que parece una media de mujer. Su competidor Garbarino está cerrado por quiebra. Concurro entonces a uno que se llama Rodó.

Yo quiero un artefacto que venga con el temporizador ese que permite que uno encuentre café recién hecho cuando se levanta. Esa es mi única pretensión; hasta ahí llegan mis aspiraciones en materia de robótica del hogar (ya he opinado en otro ensayo que ese invento, junto con la idea de agregar rueditas a las valijas, han sido los proveedores más eficientes de bienestar para la humanidad: en ningún otro caso, con la probable excepción del bidé, una invención tan simple puede proveer tanto bienestar). En suma, no quiero una cafetera conectada a Internet que mande los datos de mi presión arterial para que un médico actualice la historia clínica, ni que avise a Carrefour que me he quedado sin café. Quiero una modesta maquinita que empiece a mezclar agua caliente con café a la hora que yo le indico, no un electroencefalógrafo de última generación ni un automóvil de los que idea el señor Musk.

En Rodó uno se tiene que imaginar el tamaño y la forma de la jarra, que a las cafeteras expuestas se la quitan. Lucen como desventradas. Me maravillo de que en la Argentina exista shoplifting de jarras de cafeteras (bueno, no debería sorprenderme, si considero que en el súper he visto un dispositivo de alarma adosado a una botella de gin Beefeater). Pago con exhibición de documento de identidad por las dudas fuera yo también un ladrón de personalidades. Una tontería, porque suficiente tengo yo con el trabajo que me lleva superar los conflictos de la mía como para andar asumiendo otras identidades. Me dirijo al sector “empaques”, donde un señor desmonta el ídem de la cafetera y me pide que estampe mi firma con aclaración del nombre, que ya lucía en la factura y en la tarjeta de crédito con que pagué, que brinde el todopoderoso número de DNI (verdadero fetiche de todo gerente de procesos argentino).

Todo más o menos previsible en el país de los controles, el Gulag inconsciente en que vivimos.

Pero la carrera de obstáculos en que ya se ha convertido la compra de una cafetera finaliza con un pedido inquietante: debo escribir al pie de la página la fórmula “revisado estéticamente”.

Aunque esa declaración está después y no antes de mi firma, como soy un contratante de buena fe y comprometido con los más altos estándares morales me asalta una duda: ¿esa revisión conlleva la obligación de opinar sobre el punto? En tal caso, me asalta una objeción de conciencia: honestamente, en términos estéticos la cafetera que acabo de comprar es un esperpento digno de Valle Inclán. Es de esas que arman en Tierra del Fuego y que uno se encuentra en las habitaciones de un hotel para camioneros que está al costado de una autopista norteamericana, junto con los vasos de papel y una bolsita de café malo (de ese que a mí me hace gritar ¡viva Italia, carajo!).

El hombre me explica que esa declaración significa que a la cafetera no le he encontrado rayones y que me la han “suministrado” (usó ese verbo: adivino que mi interlocutor estudia Derecho) con todas las piezas. “Extinción de la responsabilidad por vicios aparentes”, habrá pensado el asesor letrado de Rodó, cuya cara a esta altura muero por conocer. Le indico al jurista de “empaques” que yo no puedo saber si el artefacto tiene todas las piezas, porque desconozco de cuántas se compone una cafetera sino-fueguina. Sonríe como si yo hubiera estado hablando en broma y me dice que dispongo de tres días para “reportar” defectos de funcionamiento (además de abogado, es cubano, arriesgo). O sea que por el asunto de la belleza no hay tutía. Me informa finalmente que superado ese lapso me debo entender con el fabricante durante los no sé cuántos días de la garantía. Intento una conversación para averiguar cómo ha hecho el desempacador de Rodó para derogar tantas cosas de la Ley de Defensa del Consumidor, pero no llegamos a ningún entendimiento con el inminente colega.

Superada semejante instancia de cierre contractual y haciendo ostentación de una bolsa que llevaba el logotipo de la cadena Rodó (que, imagino, permite presumir que alguien me ha entregado allí un producto que antes había pagado), tomo el camino de salida. El hombre de seguridad apostado en la puerta del tercer piso de un centro comercial lleno de vigilantes me solicita la exhibición de la factura, mete casi medio cuerpo dentro de la bolsa, revuelve el contenido y comienza a revisar el interior de la caja adonde han puesto de nuevo la cafetera reempacada que antes habían desempacado. Finaliza su labor levantándola para comprobar que yo no haya introducido furtivamente alguna otra cosa, acaso un lavarropas. Su rictus es el un pelirrojo lleno de músculos de esos que trabajan en la US Custom & Borders Protection cuando revisa la mochila de un pasajero que ha llegado a Nueva York en un vuelo procedente de Teherán y se llama Alí. Pero pertenece a una compañía privada de vigiladores.

Los problemas con las cafeteras habían empezado en mayo de este año, cuando llegué al departamento que un amigo me había prestado en cierta ciudad de los Estados Unidos y noté que carecía de ese implemento. Al rato me encontré con mi hijo y fuimos a desayunar. El pibe tomo el teléfono, compró una en Best Buy con una velocidad tal que impidió que se enfriara el café que le habían traído en ese minuto. Una hora después la pasamos a buscar. Vi que mostraba algo con el teléfono para que le entregaran algo ya “empacado”. Duración aproximada de la gestión en la tienda: cuarenta segundos.

Olvidé decir que a la vuelta del corazón de las tinieblas de Rodó, y agotado por la tensión, apenas entré en casa me preparé un ristretto con la maquinita esa de Nespresso, a pesar de que había ya superado el límite presupuestario que me permite consumir una cápsula de esas por cuatrimestre. Los gustos hay que dárseos en vida, la mortaja no tiene bolsillos. O sea, todavía no sé si el nuevo artefacto hará por la mañana lo que yo le pida la noche antes. Debo averiguarlo pronto para que no me venza el plazo para no sé qué que me ha concedido el señor de Rodó.

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Comentarios

  1. Espectacular! Amo tu humor que nos ayuda a no llorar en esta dolorosa Argentina

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  2. No entiendo quién sos y por qué te llamás como yo. Yo jamás me elogiaría. Pero gracias igual.

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