Obligaciones de un aristócrata

 


En su biografía de Marcelo T. de Alvear, Félix Luna afirmó que “la Argentina no tiene una aristocracia, basta trepar un poco en el árbol genealógico para topar con el abuelo contrabandista o bolichero”.

No sé si Luna creía que esos atributos eran buenos o malos. A mí me parecen una señal de que una sociedad ha tenido cierto éxito al organizarse de determinada manera. Sólo en un orden moldeado en valores medievales el nieto está condenado a repetir la vida del abuelo. Hijos de bolicheros han sido aquí presidentes. Creo que el padre del doctor Favaloro era carpintero.

Una vez un abogado porteño muy distinguido (omito por imaginables las razones de su distinción) me dijo “la desgracia de este país, che, se produjo cuando las familias tradicionales dejaron de cumplir con su obligación de entregar un hijo a la Iglesia y otro a las fuerzas armadas. Mirá cómo se llaman hoy los militares, son los Galtieri, los Lambruschini…”.

La manera en que el señor concentraba sus diatribas en los apellidos italianos debería haberme molestado un poco más, considerando como me llamo, pero no me sorprendió en la Argentina de los años ochenta, que demasiado cerca estaba aún de la que pocas décadas antes había coqueteado con algunas ideas sobre las etnias y esas cosas bastante más perversas que la tontería que yo escuchaba. Lamentablemente, era yo su jovencísimo empleado y no me atreví a señalarle que Manuel Belgrano era hijo de un ligur y Carlos Pellegrini (el fundador del club al que pertenecía el mastuerzo), de un sardo. Me sorprendió un poquitín que alguien pensara que el destino de un país pudiera depender de la condición social de un grupo tan acotado como el de obispos y coroneles, pero no más que eso.

Ahora que recuerdo el episodio me maravilla, por temible, la idea de que un hijo pudiera convertirse en un objeto pasible de “entrega” a quien fuera. De ser así, era evidente que en el caso de mi patrón esa operación de logística humana había sido bastante desafortunada, porque él era hijo de un también abogado que lo había “entregado” a la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Buenos Aires. Un delivery temerario, porque es difícil imaginar a un abogado más inepto que ese hombre, del que me alejé porque a su lado me era imposible aprender algo. Fue por eso nada más que renuncié, no por haber pensado que llevar un apellido italiano y además ser demasiado incompetente fuera dar mucha ventaja. O tal vez no haya yo renunciado por esas discutibles sagacidades sino porque me pagaban mal ahí. Vaya uno a saber, con todo el tiempo que ha pasado.

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