La vida es corta: coma primero el postre


Leo en Rationality, de Steven Pinker, algunos experimentos sobre la manera en que elegimos entre una gratificación inmediata y otra futura, sobre cuán racionales somos al considerar cada una, en especial al ponderar “la tasa de descuento” que asignamos a los factores de incertidumbre: digamos, qué probabilidad atribuimos a que nos parta un rayo antes de disfrutar de eso que nos prometen para el futuro, o de que nos traicione el que nos lo ha prometido (Pinker no habla del sistema jubilatorio argentino).

Explica el autor que si nos pidieran que marcáramos el menú que preferimos para la cena de una conferencia que ocurrirá dentro de tres meses y tuviéramos que elegir entre verduras al vapor y fruta, por un lado, y lasaña y cheesecake por el otro, elegiríamos por lo general la opción saludable. Entre gratificarnos dentro de noventa días y mantener una buena silueta el día noventa y uno, ganaría casi siempre la alternativa más racional. Pero si el camarero nos hiciera elegir cuando nos sentamos a la mesa, habría más probabilidad de que eligiéramos la lasaña. Supongo que este profesor explica lo mismo que intuye cualquier quiosquero sobre lo que los expertos llaman “venta impulsiva”: para que se venda, el chocolate tiene que estar al alcance de la mano, no requerir gestión, programación ni, en lo posible, reflexión.

Todo eso a pesar de que somos hoy, y seremos en el futuro, la misma persona. Bueno, más o menos.

Pinker refiere un episodio de Los Simpson en el que Marge le recrimina a Homero que una decisión que él ha tomado le traerá problemas en su vejez. Él le contesta “ese es un problema para el futuro Homero, no envidio nada a ese muchacho”.

Es otra versión de la historia que cuenta mi madre de su abuelo Pablo, que no había pasado por Harvard como Pinker. Cuando la mujer le pedía que parara de comer diciéndole “dejá algo para la noche”, el hombre solía responder “¿La noche? ¡La noche que se joda!”

O acaso de la versión millennial que me contaron de la fábula de la hormiga y la cigarra. Luego de haberla sermoneado durante todo el verano sobre su vida disipada y la necesidad de tomar precauciones para el invierno inexorable, en medio de una nevada y cuando ya no pueden recogerse hojas frescas para comer, la cigarra visita a su amiga envuelta en un visón, fumando un habano de los más caros y manejando una Maserati último modelo. Le dice que viene a despedirse porque viajará a comprar provisiones en la tienda Fauchon ya que se ha quedado sin nada en su alacena, y pregunta a la hormiga si necesita algo de París: “Sí -contesta la otraa mientras tirita- haceme un favorcito, tomá la guía telefónica, llamá a un tal La Fontaine y decile de mi parte que se vaya a la reputísima madre que lo parió”.


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