Baricco, vos y yo tenemos que hablar



Sorprendentemente, con intervalo de pocos días dos amigos generosos me hicieron regalos relacionados entre sí. Mariana Rimoldi-Sevellec, de visita en la Argentina, me trajo I barbari, de Alessandro Baricco, autor que yo había descubierto gracias a ella y que tanto me gustó en Novecento y en Seta. Decir que el hombre escribe con maestría sabe a poco. Y Pablo Legón me invitó a escuchar al escritor en octubre en el Teatro Colón de Buenos Aires. Veré si puedo hablar con él (con Baricco, no con Pablo) sobre un tema que me tiene bastante preocupado.

Ocurre que el libro trata de la nueva invasión bárbara que se manifestaría, entre otras cosas, mediante el fenómeno de lo que el autor llama “el vino hollywoodense”. Que es el que hacen en California personas que no tienen encima siete generaciones de bodegueros. Ese vino sería más espectacular que bueno. Baricco lo califica de “frívolo”. Parece una hipálage, recurso que consiste en atribuir la condición que denota el adjetivo a algo cuando en  realidad se la quiere predicar de otra cosa (no me hago el culto: hasta hace poco ignoraba que se llamara así ese truco que Borges usó como nadie cuando, por ejemplo, escribió “le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa” -el rencor no lo siente la cicatriz sino quien la lleva-; y hay muchísimos más, como “báculo indeciso” o el célebre “alcohol pendenciero”).

Más adelante, el autor relativiza, o acaso desmiente, la condición de barbarie que había sospechado tenía la cuestión, pero no rectifica explícitamente esa acusación de frivolidad vínica.

No creo que deba yo dar otra prueba de mi amor acaso exagerado por Italia, a pesar de que proviene de allí solamente la mitad de mis cromosomas. Yo mismo utilizo a veces el término americanata que los italianos emplean, o empleaban antes de que rigiera la corrección política, como sinónimo de algo ordinario, estridente, feo. Pero con el asunto del vino don Baricco me ha desconcertado ¿se trata de una sátira del lamento decadente de los que no toleran que haga vino quien no sea bisnieto de bodeguero, o el autor piensa de verdad que la humanidad se equivoca cuando consume un cabernet sauvignon o un zinfandel producidos por esos “chicos nuevos de la cuadra”? Si fuera lo primero, la caricatura del que sufre por perder privilegios estaría bien lograda, aunque se le habría anticipado Lampedusa en Il Gattopardo con el príncipe Fabrizio. Si fuera lo segundo, Baricco y yo deberíamos hablar. 

Dice el escritor que antes sólo los italianos y los franceses hacían vino. ¿No ha ido a España, a Grecia, a Hungría, a Portugal, a Croacia, o leído el Antiguo Testamento? Fustiga el reemplazo de la calidad por la espectacularidad, como si la segunda no pudiera ser a veces un atributo de la primera. ¿Nunca ha mirado a Sophia Loren? Identifica profundidad o elevación con complejidad. ¿No ha comido pesto genovés, que lleva apenas tres ingredientes, además de sal y aceite, para la gloria de Dios?

Pero ahora lo importante es que Baricco fustiga por frivolidad a los que toman los vinos que hace el señor Robert Mondavi, fundador de una bodega en el valle de Napa. Es decir, a mí, que he ido a visitarla nada más que porque pasé por la puerta y el sitio me pareció bonito. No soy de acumular libros, y menos de esos que son para mirar y no para leer, pero conservo el que ilustra estas líneas como recuerdo de lo bien que la pasé ahí.

El apellido del bodeguero debería iluminar a Baricco: los sioux y los navajos no hacían vino. Es sabido todo ese asunto de que los sacerdotes que vinieron con los conquistadores lo necesitaban para la misa. Y en cualquier caso nosotros los bárbaros demostramos algo más de nobleza, porque no les reprochamos a los europeos todas las cosas maravillosas que hacen con lo que encontraron aquí: muy ricos nos parecen la passata de tomate arriba de la pizza Margherita, las patate el forno, la polenta. También los chocolates que hacen con cacao venezolano en el Piamonte, tierra de Baricco. E via dicendo.

No tengo idea si los vinos californianos carecen de las complejidades que el escritor les reclama. Mi paladar elemental no autoriza un juicio al respecto. En todo caso me consuelo con el famoso experimento del señor Brochet, uno que estaba un poco cansado de la charlatanería de los evaluadores de vino, esos que son capaces de decir “en el retrogusto persistente en boca, notas de crines de caballo transpirado que evocan a su vez rémoras de chile habanero y dejos de higos olvidados en el baúl de un auto al sol”. Eso no es la descripción de lo que produce un vino, sino de una arcada. Brochet pidió a veinticinco estudiantes de enología de Bordeaux, la capital mundial del vino, que probaran un tinto y un blanco y anotaran sus características “organolépticas” (adjetivo que arruinaría el mejor soneto, más aun que “frívolo”, otra esdrújula). Sin excepción, los presuntos conocedores adjudicaron al vino tinto las notas de cata tradicionalmente atribuidas a los tintos y al blanco, las de los blancos. Tras agradecerles su participación, Brochet les comunicó que en realidad habían probado dos blancos, uno de ellos con el agregado de un colorante.

Es cierto que Mondavi carece de tradición. Empezó en 1966. No creo que Baricco le niegue a Apple Computer un lugar en la historia de la cultura porque nació una década después. Más nuevo todavía en esto es Francis Ford Coppola, que puso una bodega en los años noventa y hace poquito compró la bellísima Inglenook, todo eso en Napa. Muy bonita es también Sattui, que dispone de jardines para hacer picnics y una tienda de quesos de todo el mundo que deja a uno patitieso. También están en el mismo valle Cardinale, Castello di Amoroso y Del Dotto Vineyards, entre otras. Si prestara atención a todos estos nombres, Baricco detectaría el problema y se ocuparía de que no mandaran más italianos a América. El operar sigue al ser, decían los escolásticos, operatio sequitur esse. Quiere decir que los estúpidos hacemos estupideces, los gerentes hacen gerenteces y los italianos, cosas de italianos. Vino, por ejemplo. Acá en Mendoza ocurrió así.

Probablemente la conferencia en el Colón sea una pantalla y en realidad don Alessandro desee venir a Buenos Aires porque le preocupa haberse enterado de que yo tengo estas dudas y me las quiere aclarar personalmente. Creo que debería concederle unos minutos.

Comentarios

  1. Cuando fuimos a Pepperdyne con AIRAD, durante la cena de cierre del curso una mina se las daba de catadora de vinos. Le puse el te helado que los amigos norteamericanos suelen poner en la mesa y lo aprobó como un muy buen corte de vino blanco. En fin...

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