Caramelos protestantes


 

 

        La ética protestante y el espíritu del capitalismo es un célebre libro escrito a principios del siglo veinte por Max Weber, uno que intentó explicar el vínculo causal entre la adopción de la Reforma y la prosperidad. A mí no me da el cuero para analizar esas teorías. Lo que sí veo es que en los sitios donde históricamente ha dominado la cultura protestante parece haber algo menos de sospecha por el prójimo. Tienen vilezas y corrupciones como cualquiera, pero no parecen presumirlas todo el tiempo. Creo recordar que Fukuyama en Trust y Peyrefitte en La sociedad de la confianza explicaron que la gente que desciende de parajes algo más alejados del Mediterráneo parece desconfiar menos de sus vecinos (por lo menos, digo yo, de los vecinos que tienen ojos claros como ellos). 
        Me gustan unos caramelitos que hacen en el norte de California llamados Jelly Belly. Se hicieron bastante conocidos porque el presidente Ronald Reagan, que había sido gobernador de ese estado, al parecer los consumía de manera casi compulsiva. Cuando llegó a la Casa Blanca ordenó ponerlos en cada sala de reuniones. Entonces planifiqué una visita al lugar donde se fabrican, que queda en la ignota localidad de Fairfield, más o menos a una hora de San Francisco. Mi cónyuge aceptó semejante proposición turística con más asombro que entusiasmo, o tal vez se haya dado por vencida y ya no intente explicarse qué lleva a alguien incapaz de comprender cualquier proceso industrial a visitar la fábrica de lo que puede comprar en el supermercado. 

La visita está muy bien organizada, lo mismo que la enorme cantidad de cosas y actividades “temáticas” que han puesto en el camino de visitantes que miran desde un pasadizo el proceso de producción. A pesar de ser una industria “monoproducto” sus dueños han sido capaces de instalar muchas atracciones en medio de una planta que se encuentra en plena tarea. Hay gigantografías y videos con la historia y todo tipo de datos del negocio, videojuegos relacionados con cada gusto, máquinas para distinguir mediante el olfato el aromatizante del caramelo que tiene sabor a cappuccino de otro que sabe a mango o a popcorn (los gustos son cuarenta y nueve, ignoro por qué esa reticencia a honrar el sistema métrico decimal), cabinas para hacerse fotos con el fondo de cualquier cosa que uno haya visto en la recorrida, ascensores decorados con imágenes de la golosina y hasta una galería de arte (por llamarla de alguna manera) que contiene retratos de celebridades norteamericanas hechos con caramelitos, por lo general de republicanos, como John Wayne. Un enorme restaurante y el consabido lugar para para comprar cualquier cosa que lleve la imagen de la golosina despiden al visitante, como en Disneyworld. Hacer la visita cuesta quince dólares, a pesar de que después los tontos comprarán seguramente alguna cosa tan útil como un jarro de café, la correa para pasear el perro o un paraguas con el logo de Jelly Belly; es decir, pagarán para hacerle publicidad a una hacienda mercantil. En términos estéticos todo es una americanata, como dicen los italianos. Si yo hubiera llegado por el aire habría encontrado fácilmente el helipuerto: tiene la forma y el color de un gigantesco caramelo Jelly Belly. El ascensor y la alfombra no se salvan de ese alarde del kitsch.




Pero lo que me ha llamado la atención es la manera abierta y hasta orgullosa en que los dueños de esa empresa reconocen y agradecen el impacto, repentino y fenomenal, que tuvo sobre los resultados de su negocio la llegada de Reagan a la presidencia. Se exhiben sus cartas de agradecimiento porque le enviaron a Washington bolsitas de producto y hasta se cuenta que para la asunción del hombre la Casa Blanca les encargó tres toneladas y media de mercadería. Al pie de uno de los tantos retratos de don Ronald que hay, una leyenda dice “en 1981 Reagan se convierte en presidente y nace una estrella”. Por los caramelos, obviamente. 

¿Sería posible esta comunicación entre nosotros, o pensaríamos inmediatamente que esa publicidad que hace un político esconde un acto de corrupción, o acaso que el presidente es el dueño oculto de la empresa? A mí me parece que Reagan habrá tenido oportunidades de corrupción algo más interesantes que apropiarse de una empresa familiar que fabricaba caramelos, no sé, comprando equipos para hacer su guerra de las galaxias o mandando renovar la flota de portaviones. Pero mi primer impulso como argentino fue preguntarme “¿qué negocio tendrían estos tipos con el cowboy?” No logré averiguarlo, pero cuando me retiraba de la planta sí entendí qué negocio tienen conmigo, que no compro jamás nada en ninguna parte: les dejé dieciséis dólares a cambio de cinco kilos de irregular Jelly Bellies, caramelos que no pasaron el control de calidad por algún imperceptible defecto de forma y que ellos habrían debido arrojar a la basura si no hubieran contado con la inestimable colaboración de un sudamericano que, además, se llevó una gorra, una taza, dos llaveros, una cajita y una funda para el teléfono.




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