Los enigmas del carnaval

Cada uno de nosotros es una montaña de incoherencias. Tal vez sea eso lo que nos vuelve interesantes a los humanos. Clint Eastwood dijo “si quiere garantías, cómprese una tostadora”. Yo adapto eso: “si no quiere contradicciones, adopte un robot”.

Eso ocurre en especial a la hora de conmemorar algo gozosamente. Hay, por ejemplo, personas que homenajean a un santo corriendo por una callejuela delante de toros enloquecidos, y otras que recuerdan a un líder que llaman “el primer trabajador” no yendo a trabajar.

Yo, siempre atento a los temas prácticos, a los problemas de todos los días que alguien tiene que solucionar, he puesto ahora atención sobre el fenómeno del carnaval.

Se trata de gente que ejerce su irreprochable derecho a tomar la calle para bailar y transpirar en el impiadoso verano austral. Y de otros que pagan para ver eso. Personalmente, me parecen desagradables todas las tradiciones carnavalescas de las que he visto alguna imagen, incluidas las que tienen su propia estética, como la del noroeste argentino. A la uruguaya la encuentro vulgar, como sobrevalorado al género poético-musical de la murga. Pero sé del prestigio que tiene todo eso entre los orientales. Del legendario carnaval de Venecia sólo sé que permite que los turistas compren unas bonitas máscaras de recuerdo. María José Freire dice recordar que en su Caracas natal esa fiesta era cosa seria, y que sus padres acudían a gente que se dedicaba profesionalmente a disfrazar y a maquillar chicos para la ocasión.

Lo que me gustaría averiguar es a causa de qué embeleco eso que llaman “carnaval correntino” o “carnaval entrerriano” imita en su estética a los de Brasil, por qué en las calles de Goya o de Gualeguaychú desfila gente ataviada como en Río de Janeiro y que baila ritmos de samba con ese, no de zamba con zeta (una manera de decir: entiendo bien que la morosidad de la verdadera zamba, como la que cantaban Los Chalchaleros, transmite dulzura pero no podría contagiar precisamente ninguna excitación durante un desfile, el público se dormiría). En el litoral argentino los bailes se acompañan por tambores espasmódicos de inspiración afrobrasileña. Pero resulta que, en nuestro país y por razones que aún se discuten y sería mejor no averiguar, la población negra no ha sobrevivido. Está hoy representada por unos pocos caboverdianos que vinieron en mitad del siglo veinte y por los senegaleses que venden anteojos en el centro porteño. Lo que quiero decir es que en Corrientes y en Entre Ríos han desarrollado un carnaval que es como una cosa de brasileños, pero sin brasileños. Un homenaje a ellos hecho in absentia que los propios homenajeados acaso ignoren.

Me parece que en ninguna otra manifestación cultural la cercanía geográfica ha generado tanta asimilación, o imitación. En todo caso parecería más lógico que la hubiera de la gente del vecinísimo estado de Río Grande do Sul y no de los bahianos o de los cariocas. Yo no he visto que en Concordia tomen mate en un enorme porongo como hacen los gaúchos, ni que llamen a la bebida nacional chimarrao. Le dicen “mate” nomás.

No se podría adjudicar el fenómeno a una maniobra perversa de los sellos grabadores: no conozco a nadie que consuma música compuesta para acompañar a las comparsas. Durante el resto del año el público de 
Corrientes escucha chamamés, o a Luis Miguel, o a Elton John, o la Filarmónica de Berlín, según de quién se trate, pero no batucadas.

La caricatura, por definición, siempre es más intensa que su original pero se permite algunas licencias. ¿Serán los albañiles del Pelourinho como los representa un dentista de Curuzú-Cuatiá disfrazado de bahiano? ¿Hablarían los compadritos de 1920 de la manera como los retrataron las letras de los tangos? Las excelsas letras de Yupanqui endiosan lugares deplorables que sería mejor que no salieran nunca del mundo de la canción (Les Luthiers hicieron con la zamba “Añoralgias” un magistral ensayo sobre eso). Lamentablemente yo no puedo contestar si los gauchos eran como los pintó la literatura gauchesca, la de Ascasubi, Estanislao del Campo o José Hernández, porque al haber nacido en la provincia de Santa Fe jamás he visto un gaucho. Cuando a Macedonio Fernández alguien le atribuyó la condición de uruguayo dijo que le hubiera encantado serlo, pero que no tenía de uruguayo más que la circunstancia de haber vivido toda su vida en Buenos Aires.

Después está el asunto de la utilidad moral de la fiesta que analizamos. Es cierto que a las celebraciones no hay por qué buscarles ninguna justificación. Pero un festejo diseñado para permitir el pecado antes de someterse uno a los rigores penitenciales de la Cuaresma parece difícil que tenga algún provecho, cualquiera sea el formato bajo el cual se organice. Sólo puede ensuciar más las conciencias que después, imagino, costará más trabajo limpiar. Vendría a ser algo parecido al atracón que los gordos nos damos el domingo después de habernos propuesto, como casi todas las semanas, comenzar la dieta el lunes. Los médicos lo desaconsejan.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Huracán vs. Belgrano de Córdoba. La crónica.

Día de la Tradición

Che, ocupate un poco más de tu vecino