Cetáceos unidos jamás serán vencidos




Como me pasa siempre, mi ensayo Bestiario jurídico fue rechazado por cada una de las insensibles editoriales que visité. Apuesto a ni siquiera lo leyeron (debería usar seudónimo). Lo cierto es que en ese trabajo me había ocupado de las conmovedoras iniciativas que toma la comunidad de los juristas para defender los derechos de los animales. Referí interesantísimas normas sobre las palomas mensajeras, sobre las carreras de galgos y sobre los paseadores de perros ajenos. También destaqué la actividad de la Comisión de Derecho Animal del colegio de los abogados porteños (algo sorprendido por la ubicación del adjetivo) que consagra el irreprochable derecho de los animales domésticos a vivir libres de todo sufrimiento y promete la cárcel para las personas que cometan el delito de “biocidio”, que consistiría en matar sin permiso de la autoridad a cualquier “sujeto de derecho sintiente no humano” (el que siente es el sujeto, no el derecho, otra vez hay que aclarar que así ubica esta gente los adjetivos).

Como me suele ocurrir, nadie de la envidiosa comunidad académica tuvo a bien siquiera felicitarme, menos aun citar mi trabajo. Estoy acostumbrado. Lo mío es un sacerdocio, o un rabinato, o un imanato, como se prefiera.

Pero dos noticias que recibí el mismo día confirman que hay algunos avances en esta batalla cultural.

En primer lugar, me enteré de que los picapiedras de Pacific Legal Foundation (PLF) han patrocinado la demanda de una señora de Hawaii para que la justicia declare inconstitucional la resolución de una oficina federal que prohibió la actividad recreativa “nade con los delfines”. 

Parece que esa señora y un montón de personas más viven de vender esa repugnante actividad a los turistas, para lo cual explotan a delfines que no están sindicalizados y son presa de cualquier capitalista hawaiano. Orwell no los puso como protagonistas de su rebelión simplemente porque su historia transcurría en la granja inglesa del señor Jones. Allí no habría lucido muy razonable tener delfines, y entonces puso como protagonistas a los chanchos. Pero conceptualmente es lo mismo.  No me he puesto a calcular cuánto es la plusvalía por delfín, pero la supongo enorme. Si alguien cree que he leído esa demanda chapucera bajos los efectos del alcohol, la puede ver aquí.

La propia señora que firmó la demanda reconoce, torpemente, que la norma no se funda en que esos animales se encuentren en vías de extinción, ni en ningún daño comprobado a las personas que nadan con ellos, sino en razones muchísimo más elevadas: los delfines emplean en esa actividad una enorme cantidad de energía que, en un orden social justo, deberían utilizar para atender a sus criaturas y alimentarse, problema que la autoridad ha calificado desde Washington acertadamente como “acoso de mamíferos marinos”.

También se puede ver en el boletín oficial de los Estados Unidos la resolución impugnada. Yo intenté leerla toda, pero no tenía tiempo de deglutir veintiséis páginas, cada una a tres columnas escritas a espacio simple con un tipo de letra pequeñísimo. Alguien puede pensar que si se necesitan veintiséis páginas apretadas para prohibir algo eso significa que demasiado fundamento no había para la decisión. Todo lo contrario: la resolución es una verdadera disertación sobre conservacionismo y moralidad en el trato con los no humanos.  Lo del harassment of marine mammals está en la página 4. Muestro la primera de esas veintiséis y prometo el análisis para cuando pueda tomarme seis meses de vacaciones:

 


A mí me parece que la actora eligió mal a su patrocinante. Semejantes abogados sólo pueden empeorar las cosas.  PLF es una fundación recalcitrantemente conservadora que se la pasa cacareando con cosas retrógradas como el derecho de expresión o el de propiedad. Se la pasan leyendo la Constitución como si hubiera que seguirla a pie juntillas en lugar de interpretarla en función de los cambios sociales Para mí que son todos nazis, o por lo menos blancos ricos. Para tumbar una resolución tan sabia la señora podría, por ejemplo, haber contratado gente más comprometida con el feminismo y argumentar que la agencia federal quiere forzar a las delfinas, o delfinesas, a vivir según el mandato heteropatriarcal que las condena a ocuparse nada más que sus delfinillos, o delfincitos o delfinatos o como sea que se llame su prole, mientras ellas engordan como las señoras que sólo se dedican a hornear cookies.

Yo creo que la intervención regulatoria fue pertinente. Y muy razonable, por económica. Había en los pasillos de la National Marine Fisheries Service, la autora de la norma, gente que proponía en cambio decretar una jornada laboral razonable para los delfines, reglamentar las normas de seguridad e higiene en acuarios hawaianos, exigir un chequeo veterinario a esos trabajadores con “psicotécnico” incluido dos veces al año para comprobar su nivel de estrés y crear el cargo de Ombudsperson Federal de Cetáceos, todo lo cual habría sido mucho más caro para los contribuyentes norteamericanos, especialmente para los de Idaho, que carecen de delfines.

Finalmente, me reconfortó también escuchar de una estudiante de Derecho de la Universidad Nacional de Buenos Aires que se había inscripto para cursar la asignatura “Animales Vulnerables al Consumo”. Es cierto que he conocido algunos jóvenes graduados de esa facultad que tienen algún inconveniente en distinguir una obligación solidaria de una Fiat Cinquecento, pero semejante oferta académica demuestra que si son ignorantes es culpa de ellos, porque ahí no dejan nada sin enseñar. ¡Son lentejas, las tomas o las dejas! 

Le ofrecí exponer en su clase sobre el caso de los delfines, pero también fui desairado. Eso sí, desde el colegio de los abogados me han pedido que los mantuviera informados sobre el desarrollo del pleito de la señora hawaiana, porque quieren mejorar su proyecto de ley sobre los sujetos sintientes y sus biocidas. Alguien tenía que reconocer alguna vez mi trabajo. De hecho, acabo de incorporarme a la Comisión de Derecho Animal como miembro honorario.

 

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