Éramos pocos y llegaron los abogados

   


     Leo que el Consejo General de la Abogacía Española y la Real Academia presentaron un "Diccionario panhispánico del español jurídico". La novedad respecto de cualquier otro diccionario es su ostensible condición de “panhispánico”, que supongo que quiere decir que sirve para que le saquen provecho en todos los sitios donde se habla el español. Me asombra que los directivos de la abogacía española sepan cómo nombran a algo un laboralista de Morón, el socio de una firma de abogados en Guinea Ecuatorial o un fiscal que habla chabacano, esa forma de español que usan en cierta acotadísima región de las Filipinas.

    Confieso que jamás comprendí del todo para qué sirven las academias de la lengua. De todos modos, reconozco que es práctica de algunas academias recopilar el vocabulario de algunas actividades esenciales para la vida en comunidad. Por ejemplo, la Academia Argentina de Letras incorporó en 2013 a su catálogo las obras “Léxico de la cestería en la Argentina” y “Léxico de la carpintería”. Desconozco si los carpinteros y los cesteros las consultan y por eso han disminuido los pleitos que suelen originarse en esos menesteres, pero confiemos en que así haya sido y que el presupuesto destinado a semejantes investigaciones no haya caído en saco roto, o en cesta desfondada.

    Es bueno que nadie invoque ya a las academias como una autoridad que rige el modo en que debe hablarse, y menos aun como una autoridad metropolitana, una idea algo incorrecta políticamente en tiempos de descolonización. Yo he sufrido por esa tontería: ante la primera controversia que ocurría en mi Pampa Gringa natal, repleta de italianismos, mis maestras de la primaria mandaban verificar lo que habían decretado unos señores en Madrid y escrito en la edición del diccionario que había en la escuela, que tenía no menos de cuarenta años. Borges se burló de semejante artificio en “Las alarmas del doctor Américo Castro” (El doctor Castro nos imputa arcaísmos. Su método es curioso: descubre que las personas más cultas de San Mamed de Puga, en Orense, han olvidado tal o cual acepción de tal o cual palabra; inmediatamente resuelve que los argentinos deben olvidarla también…). Me maravillo de que ese adalid castizo se llamara Américo.

    La academia española dice ahora, con algo más de pudor, que sólo comprueba que un término se usa en alguna parte y lo anota. Su función es meramente notarial. En tiempos en que hay aplicaciones que reconocen una canción y le dicen a uno el título, el autor, el intérprete y los datos de la grabación no creo que pase demasiado tiempo hasta que todos esos académicos sean reemplazados por alguna red social que confirme, por ejemplo, que “email” viene a ser lo mismo que “correo electrónico” y que da igual decir “evacúe” o “evacue” (de lo que, por otra parte, nadie creo que haya tenido jamás ninguna duda). Porque, además, si se tratara de incorporar todo el tiempo las nuevas palabras, la tarea sería tan extenuante como inútil. En este delicioso video, Marcos Mundstock le tomó el pelo a los mismos organizadores del congreso de la lengua que lo habían invitado a hablar cuando contó que las correcciones que él se había dedicado a hacerle a su hija acabaron siendo injustificadas, porque la Academia incorporó a su diccionario absolutamente todo lo que antes había señalado como un error. 

    Sobre la espontaneidad con que se genera el idioma, recuerdo que en un artículo que he perdido y cuyo título no recuerdo Ernesto Sabato imaginó que los conquistadores deben de haber tenido que inventar nuevas palabras a poco de desembarcar en América. No parece lógico que el término “cascada” que ellos aplicarían a ciertos accidentes españoles o portugueses les resultara suficiente para nombrar lo que encontraron en Iguazú (a lo mejor por eso Solís llamó al Río de la Plata “Mar Dulce”, una idea hasta entonces inconcebible).

    Los italianos también tienen su Accademia della crusca, pero ésta corre con un par de ventajas respecto de su colega de Madrid. Primero, su nombre, que es mucho más simpático: crusca es cáscara y parece hacer alusión a la tarea de eliminar del idioma lo que no sirve, lo que molesta, lo que sobra. Si hiciera honor al nombre debería dedicarse a aligerar el idioma, no a recargarlo todo el tiempo con neologismos. Pero yo no sé bien a qué se dedica. Además, se sabe, las aventuras imperiales de los italianos fueron más modestas que las de los hijos de España, de modo que el ámbito en que puede hacer daño su oficina lingüística es más acotado. En cambio, andar comprobando cómo se dicen las cosas en lugares tan lejanos y culturalmente diversos como Betanzos, Concepción del Uruguay o Maracaibo es una misión más que respetable.

       El Diccionario Panhispánico del Español Jurídico dice, por ejemplo, que un “auto” es una “Resolución judicial motivada, estructurada con la debida separación de hechos, fundamentos y parte dispositiva, que decide los recursos interpuestos contra providencias o decretos, las cuestiones incidentales, los presupuestos procesales, la nulidad del procedimiento, así como los demás casos previstos en la ley”. Pero resulta que los abogados y los jueces que yo conozco también usan esa palabra para significar una resolución de medio renglón, una controversia, un expediente o la calidad de una cuestión que está lista para ser resuelto. En cambio, los sujetos para los que trabaja esa gente ("justiciables", por su faltara un adefesio) piensan más bien en lo que suelen guardar en el garaje, eso que en España suelen llamar “coche” y en Caracas, “carro”.

    Si yo fuera dirigente de la profesión legal (Dios libre y guarde de eso a los abogados) no me ocuparía de hacer diccionarios, sino de enseñar a escribir con claridad a los letrados. Debo reconocer que el Ilustre Colegio de Abogados de Madrid hizo hace unos años un esfuerzo al publicar un “Manual de estilo”. He leído muchos de esos manuales: es el más horrible que he visto.

    También me ocuparía de los jueces, porque los abogados se acomodan a los trabalenguas que usan los tribunales, con el resultado de que los ciudadanos que pagan el salario de unos y los honorarios de otros necesitan además un traductor para entender cualquier cosa. No he conocido a nadie que en su casa dijera “toda vez que me encuentro experimentando una sensación fisiológica de ausencia temporaria de alguna sustancia alimenticia, te requiero me proporciones un poco del ya referido producto farináceo, que no se encuentra en el cajón ubicado en el nivel inferior, sino ut supra”. A alguien que pidiera pan de ese modo, que es el que usa cuando escribe un contrato o una demanda, lo internaríamos en un hospital psiquiátrico.


-Ω-

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