Es sólo cuestión de empezar

    


A los que hemos intentado emular la literatura sin haber logrado jamás una frase decente nos asombra la manera en que alguna gente inicia sus libros. Hablo del inicio literalmente, de la primera oración de un relato. 

    Acaso una de las frases más celebradas de todos los tiempos sea la que presenta de manera acabada al más estrafalario, pero también más exquisito, de los locos que pudieron haberse imaginado:

    En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.

    De su lado, el máximo adjetivador del español desliza un par de regalitos al tiempo que augura un cuento perfecto:

    La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita.

    Todo lo que una novela trae después de ideales locos, desproporciones tropicales, saga familiar y circularidad se anuncia, condensado, en:

        Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. 

    Puesto a elegir, yo me quedo con el mazazo de ese afiebrado que tuvo la idea de escribir, desde Chile y en pocas semanas, un portento de estudio sociológico sobre la Argentina, muchas de cuyas zonas (como la pampeana) él jamás había pisado:

        ¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo!

    De modo que nuestro problema no parece tan serio. No es que las musas se hayan ensañado con nosotros y no nos permitan siquiera un intervalo lúcido. Nada más ocurre que no hemos puesto de nuestra parte suficiente empeño en lo único que nos tocaba: lograr una primera oración que entusiasmara a esas divinidades algo esquivas y las indujera a dictarnos algo. Les hemos fallado y ellas se dedicaron a otra cosa. Con dos o tres líneas creo que las podremos atraer de nuevo. No parece ser muy difícil. Como se ve, hay gente que lo ha logrado.

-Ω-

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