Colateralidades


Nos perdimos cuando intentábamos encontrar la entrada de un parque natural en Galicia, al lado del mar. Distraído, al retroceder toqué apenas el guardabarros de un auto que estaba estacionado frente a una casa de campo y le hice un pequeño rayón. Al “chocar” en ese lugar al único vehículo que debería de haber a cientos de metros a la redonda batí mi propio récord de torpeza.

Vivía allí una señora bastante mayor a la que, avergonzados, debimos decir que habíamos dañado lo que supusimos era su auto. Era en realidad de la novia de su nieto, que salió después. Nos dimos los datos del seguro, llenamos un formulario conjuntamente y todo eso terminó de la mejor manera dentro de lo que permitían las circunstancias.

Lejos de enfurecerse, mientras yo me ocupaba de la burocracia la señora Marisa se puso a contar su vida a María José. Se la veía encantada de que alguien hubiera llegado hasta su puerta, y más de que la visitante se llamara nada menos que “Freire Mariño”, dos apellidos que en Galicia de tan comunes resultan inespecíficos.

Marisa había gestionado un restaurante durante muchos años, hasta que quedó viuda. Convivía con un cáncer de estómago, lo que no le impedía mostrar una alegría invencible ni haberse metido esa mañana hasta la cintura en el gélido mar gallego para cazar erizos. Estaba preparando con eso una sopa que disfrutaría en un rato toda su familia. Llevó a la “intrusa” a conocer el living de su casa, que tenía una espectacular vista al mar. Insistió para que nos quedáramos a comer. Declinamos la invitación con bastante pena. 

Por primera vez experimentamos las ventajas de haber hecho daño.

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