Vencen los bárbaros

A mí me parecía que debía de ser fingido el interés de la señora por compartir conmigo esa actividad, por convertirla en un incomprensible programa conyugal. No entendía para qué iba ella a agregar, y encima con un gordo como yo, otro ejercicio físico, y uno tan desagradable como ese, si ya corre, levanta pesas, hace cuatrocientos abdominales y baila salsa casi a diario (¿será un trastorno de su trópico natal, como la malaria?). Su interés oculto era que yo, una vez en el sitio, comprobara la dimensión de mi fracaso sin posibilidad de hacer lo que era esperable tratándose de mí: irme insultando a todo el mundo. No fui con una acompañante, sino con un carcelero que formaba parte de la conjura.

Todo empezó cuando uno de los médicos del Hospital Alemán (gente que ya no fantasea con invadir Polonia pero que de tanto en tanto urde un proyecto no menos estrafalario con algún paciente) me indicó que yo debía hacer un tipo de ejercicio conocido como “Pilates”. Esa actividad, me dijo, me proporcionaría en unos meses la flexibilidad que me fue negada durante seis décadas y que yo no le pedí. Me refiero a la flexibilidad corporal, porque contra la rigidez mental pareciera que ya no habría nada que hacer. ¿No era que la Madre Naturaleza es sabia? Ella sabrá por qué me programó así. Sospeché que en la (o el o los o las) Pilates había otro embuste, una versión muscular de la homeopatía. Además, a esta altura de la vida lo que yo quiero es solidez, firmeza, capacidad de pararme solo con un mínimo de seguridad. No me propongo bailar flamenco. Quiero ser capaz de parar el colectivo, y vi que la gente mayor eso lo hace bien levantando el bastón.

No debí dejar que ella se ocupara de los arreglos del caso, porque todo fue muy sospechoso, empezando por la familiaridad con que la proveedora del (o de la o de las o de los) Pilates la saludó, propia de quienes han fatigado antes el Whatsapp. Entendí que estaba perdido.

Nos ubicamos cada uno sobre algo que a lo lejos, sólo a lo lejos, tiene el atractivo aspecto de una cama. Pero apenas uno se acerca se da cuenta de que carece de lo que mínimamente requiere una cama: no dispone de una lámpara que permita leer ni de un sitio para apoyar un vaso de vino o una porción de pizza. En su lugar tiene poleas, correas, resortes, exactamente igual que los bancos de tortura que vi en el Museo de la Inquisición de Cartagena de Indias, de donde probablemente haya venido la inspiración para fabricarla.

Además de nosotros había otras dos personas que participaban de ese horrible espectáculo, que no sé si se llaman alumnas, pacientes, penitentes o condenadas. Eran dos señoras del segmento que llamamos “tercera edad” solamente porque no concebimos edades ulteriores, digamos, alguna séptima u octava (en lugar de “hasta la próxima semana”, a uno le daban ganas de despedirse de ellas diciéndoles “les deseo que llegue para ustedes una semana próxima”). Sin embargo, debo reconocer que el desempeño que tuvieron, comparado con el mío, las hizo parecer Nadia Comaneci.

Los movimientos que la profesora me ordenaba hacer eran de alguno de dos tipos: los que, para mi vergüenza, me resultaban inalcanzables y los que yo sí podía hacer pero que me dejaban en una posición humillante. Como yo debía mantenerme boca arriba, mirando el techo como en una sesión de psicoanálisis ortodoxo, no percibía la mirada sádica que adivinaba en la profesora, y acaso en mis compañeras.

Mi guardiana, al lado, reprimía trabajosamente las ganas de soltar una carcajada (la conozco). Cuando debí hacer el movimiento más penoso de todos, uno que implicaba adoptar la posición propia de un cangrejo, pero de uno contrahecho, descartable hasta para llevarlo a la mesa, ella exclamó “¡qué placer esto!” mientras lo hacía de una manera que lograba el doble de las flexiones con un décimo de esfuerzo. “¡Sí!”, contestaron las otras compañeras, cuyo sentido de lo placentero se reveló bastante particular.

Todo me fue aclarado cuando leí que Pilates es el nombre del señor que inventó este asunto, y que también era alemán.


-Ω-


Comentarios

  1. Si esos camastros se llamaran como lo que realmente son: lo más cercano a un potro de tortura, sería el fin. Pero la gente no se informa :) Comparto tu padecer.

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  2. Que divertido fue leer esto!!! Termino mi día de trabajo con una sonrisa. Gracias!!

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