La metafísica del sheriff

    


    


    El diario LA NACIÓN dice en el primer renglón de una nota que un actor norteamericano “fue declarado desaparecido”. El uso de la voz pasiva (furiosamente prohibida por los especialistas norteamericanos en legal writing) viene además trunca, desprovista de sujeto, como para generar curiosidad y hacer que alguien continúe leyendo algo dedicado a semejante asunto. Sólo podría interesarse uno que dispusiera de mucho tiempo y de poco que hacer un día de enero de treinta y cinco grados. Yo, por ejemplo. No la leí porque me preocupara el destino del actor, cuyo nombre ignoraba, sino porque me pregunté quién diablos estaría a cargo de hacer semejante declaración, y los fundamentos que habría tenido para hacerla.

        Los abogados me dirán que existe un proceso judicial que puede terminar con una sentencia que declare un fallecimiento presunto, que es lo que se predica cuando no encuentran a alguien escondido con alguna señorita, ni a su cadáver. Esa ficción, que antes se llamaba “ausencia con presunción de fallecimiento”, permite abrir un procedimiento de sucesión, que el cónyuge se comporte como una persona viuda, que levanten monumentos y cosas así… mientras el homenajeado no aparezca e inspire alguna comedia algo vulgar. Traté la delicada cuestión de las muertes inciertas en mi exitoso ensayo ¡No te mueras nunca!, que integra la colección de relatos Confusiones (libro que usted puede obtener gratuitamente en formato epub haciendo click aquí, o comprarlo en Amazon haciendo click aquí por noventa y nueve centavos de dólar, que es un fortuna para semejante porquería).

        No es el caso de esta historia: para el periodista que escribió la nota, el actor adquirió esa condición porque así opinó el sheriff del condado de San Bernardino, en la zona de Los Ángeles, un hombre con quien se ve que no conviene discrepar.

        La condición de desaparecido (¡en sentido genérico, por favor, no estoy hablando de la horripilante categoría que los argentinos inventamos ya se sabe cuándo!) no debería ser materia de declaración, porque es un concepto negativo. Es, en realidad, una ausencia de concepto. Un no-concepto. Es curioso que haya que “declarar” que alguien no está: lo relevante, lo que justificaría una declaración (como un saludo), es su presencia visible en este mundo. Casi todas las letras de los tangos, por ejemplo, se inspiran en la traición o en la indiferencia de alguien ausente, pero que alguna vez ha estado cerca o a la vista del plañidero, que sabe dónde ella está ahora: con otro tipo que tiene más dinero. No lloran lo que no existe, sino lo que está simplemente lejos en términos geográficos o afectivos.

        Por las páginas de ese mismo diario sabemos que hay quien paga para saludar a los muertos, directamente usando la segunda persona (“nunca olvidaremos los buenos momentos que pasamos con vos, te recuerdan tus amigos Fulano y Mengano”), pero sabemos que se trata de un truco para que los vecinos que siguen vivos sepan que el anunciante era socio de algún club distinguido, o para que los herederos del finado recuerden que esos que inician esa extraña conversación unidireccional con el mundo de ultratumba gestionan el estudio jurídico o la notaría "Fulano & Mengano", que a ellos les vendría bien contratar. Les hablan a tirios para que oigan troyanos (o al revés, no recuerdo bien cómo era ese dicho).

        Declarar desaparecido a alguien es una actitud similar a la afirmación del propio agnosticismo. Un agnóstico, me dijeron una vez, “es como un ateo, pero cobarde”, alguien que dice que no puede afirmar que Dios exista, pero tampoco que no exista. Me parece que el agnóstico se autoinflinge una angustia doblemente innecesaria: es imposible afirmar que algo no existe, solamente se puede afirmar una idea positiva. Un agnóstico, entonces, ignora que en realidad es un ateo, pero de clase turista.

        Por eso, con total coherencia y comprensión de estos básicos conceptos de la metafísica aristotélica (trato de no juntar nunca dos esdrújulas, pero se trata de un término técnico, y otra vez debí juntarlas), la administración pública argentina les pide a los jubilados que vayan cada tanto a una oficina para probar que están vivos, que no son apoderados pícaros que siguen cobrando las pensiones de un muerto. Eso sí es objeto de la trascendente declaración de un oficinista, que se la hace en la cara a una persona mayor a la que probablemente no le falte mucho para cambiar de condición: “declaro que usted, que después de una vida de trabajo ha pasado hoy una hora al sol haciendo una fila, vive”. Si es que a eso se le puede llamar vida.

-Ω-


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