Suministros


Diógenes se maravillaba al ver cuántas cosas había en el mercado que él no necesitaba. Yo era así, juro, pero me vi obligado a cambiar. Ahora soy consumista. Aunque mi consumismo es algo, digamos, selectivo y para nada voluntario.

El estilo de vida saludable que estoy llevando (imposición debida a cierto contratiempo cerebrovascular, para nada al gusto de vivir de esta manera tan miserable) me exige una delicada planificación de la función de compras. Cualquier elemento que falte me hace pasar del pecado de pensamiento y palabra al de obra, y a atacar una alacena como hacía el Gordo Valor con los bancos, o hace cualquier político argentino con el dinero de los contribuyentes. De nada me ha servido escribir en la puerta de la heladera aquello que Dante había puesto en la puerta del peor destino de todos: lasciate ogni speranza voi ch’entrate. El Maligno siempre está al acecho para desafiarnos. A mí me viene ganando todos los desafíos por goleada desde que tengo memoria.

Ayer por la noche noté que me faltaban dos insumos esenciales para que mi vida fuera del todo infeliz: yogur y ricota magra. Andaba falto de tiempo por otros menesteres, de modo que se imponía una acción velocísima. No tengo un chino en la esquina, porque en mi lugar acaso haya chinos pero no hay ninguna esquina (a propósito, mi hijo Juan Cruz describe a los supermercados chinos como “aquellos donde hay siempre uno en la caja y otro en la vereda en ojotas y fumando”). Es que vivo en uno de esos sitios cercados que un amigo ha definido como “la curiosa aspiración de hacer Beverly Hills adentro de Calcuta”. Lo primero es una grosera exageración respecto de mi sencillo barrio; lo segundo, más o menos. Debo entonces tomar el auto para cualquier cosa. Pero recordé que la empresa Cencosud gestiona un supermercado Jumbo que está bastante cerca y que permite que uno tome la mercadería y pase por un sitio para cobrarse solo. Calculé, entonces, que el proceso para una compra tan modesta me llevaría, de punta a punta, entre quince y veinte minutos y pedí a los míos que me esperaran ese tiempo para comer juntos.

El problema es que los supermercados existen para inducir lo que se llama, precisamente, compra inducida: llevar lo que uno no había ido a buscar. O, también, la llamada compra asociada (si llevo queso, agarro también dulce de membrillo, e via dicendo). Entonces Belcebú, o su lugarteniente señor Paulmann, hicieron de las suyas y me tenté con media sandía. Me encanta eso para desayunar y Luciana, una de delantal blanco que tuve el gusto de conocer durante una estadía en la clínica Fleni, la aprueba.

El que diseña procesos en Cencosud consideró que se trataba de una transacción relevante: yogur, ricota, media sandía. Los bonos que cobran los líderes de su departamento de prevención de fraude, seguramente ayudados por sus compañeros de compliance, que a su vez han contratado una firma de auditoría para que les escribiera las “normativas” (por “normas”, porque los contadores sustantivizan los adjetivos) no son remunerados según cuánto venda la compañía o cuánta satisfacción expresen los clientes, sino en función de las irregularidades que detectan durante el proceso de venta de, por ejemplo, media sandía. La gente no aprende sobre conflictos de interés. Los dentistas deberían cobrar cuando sus pacientes llegan a fin de año sin caries, no cada vez que arreglan una.

Además, todos estos oficinistas ponen más energía en controlar a los clientes que a sus propios empleados. Todas las bolsitas de ricota que encontré mostraban como fecha de vencimiento una que había pasado tres días antes, excepto una que vi convenientemente escondida en las profundidades del exhibidor. Primera escala, y por un móvil altruista: comunicar a la supervisora-de-no-sé-qué ese pequeño desliz o, como dicen los abogados brutos, ese “error involuntario”. Ella estaba atendiendo a otra persona, de modo que esa tarea al servicio de la comunidad me llevó un tiempo considerable.

Vuelto al ruedo y terminada mi compra, luego del razonablemente veloz proceso de self checkout y decidido a tomar la puerta con la ricota, el yogur y la imprevista media sandía, me interceptó un rubio bastante más grandote que yo, disfrazado y exhibiendo algún distintivo en el antebrazo que indicaba que trabajaba para una empresa de seguridad privada. Me pidió el recibo de compra, que empezó a leer para cotejarlo con lo que había en el carrito (una bolsita de ricota magra, seis yogures, media sandía). Por el tiempo que tardó en hacerlo me dio la sensación de que no se trataba precisamente de alguien habituado a leer. Su análisis insumió más tiempo que mi proceso de pago.

Como hago cada vez que me enfrento con la obsesión argentina por los controles, comencé una sobreactuación que tengo bien ensayada, en un tono de voz fronterizo con el grito de uno que padece crisis de abstinencia de alguna sustancia (pensándolo bien, algo así me viene pasando). Que no entiendo por qué dicen que confían si en realidad no confían, que justamente pasé por ese aparato para que no me detuviera nadie, que no tengo por qué pagar con mi tiempo el control cruzado entre empleados, que de haberlo sabido habría dejado que un cajero humano hiciera todo el trabajo, todo para obtener solamente el proverbial “disculpe, señor, sí, es una barbaridad, pero yo cumplo órdenes”, una respuesta propia de un robot, no de un ser humano.

Pero al escrutador de recibos le llegó el dulce momento de la venganza. Detectó que la media sandía estaba en realidad mal etiquetada a través del código de barras. El papelito que tenía pegado decía que yo estaba llevando en realidad un melón. Digamos que la sandía se autopercibía melón, algo que por supuesto yo no había mirado cuando la/o/e pasé por el escáner. El musculoso, con una mueca de ironía después de haberse aguantado mis diatribas, me dijo que yo debería estarle agradecido, porque su revisión me había beneficiado. Estaba yo a punto de cometer un acto ruinoso. Como me dijo una vez un tendero marroquí, iba a pagar “burro a precio de camello”. Le hice saber que me importaba nada la diferencia de precio entre ambas cucurbitáceas (una palabra que acabo de aprender y que arruinaría el mejor soneto), que estaba harto de duplicar procesos para que me controle todo el mundo, que no quería vivir en Alcatraz, y que en definitiva, lo supiese él o no, yo era una persona riquísima, capaz incluso de pagar media sandía al precio del suntuario melón seleccionado. Me dijo que lamentablemente eso no era posible, que hacía falta un breve trámite, otra vez con intervención de la supervisora-de-no-sé-qué, para procesar la devolución del precio de la hemisandía y que, si yo decidiera llevarla, debería pasar por una caja atendida por un ser humano para que me la cobraran como correspondía.

El suplicio duró todo lo que la supervisora-de-no-sé-qué tardó en informarse del asunto, partió rumbo a una oficina, volvió al rato con dos hojas impresas, tomó el lugar de una cajera (en quien tampoco confiaba), desenvainó una tarjeta de seguridad como para entrar en el Pentágono, tecleó cosas durante muchísimo tiempo, me pidió tres veces mi número de documento y la misma cantidad de firmas en papelitos.

Por un momento medité sobre la conveniencia de intensificar el escándalo por la privación ilegítima de mi libertad durante más de media hora, y de instalar mi caso como “el caso del verano”, que siempre hay uno. Pero decidí continuar con mi vida sobria, discretísima y tristemente saludable.

-Ω-



Comentarios

  1. Eso, en lo de Amillategui no te pasa. O en lo de los Muchachos del Boliche. Prefiero quedarme hablando ese tiempo con ellos y no con un robot. Los del Boliche salían de atrás del mostrador y te daban un abrazo.

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  2. Y no te tentabas porque ninguno de ellos vendía sandías (ni melones)
    .

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  3. Es como los paquetes y sachets que tienen escrito "abre fácil" como si fuera una revolución. Pasás más tiempo tratando de abrir el paquete (y siempre ocurre cuando no tenés ninguna tijera a mano) que consumiendo lo que tiene adentro; y terminás destruyéndolo y desparramando todo el contenido... Prefiero que el paquete no diga nada, arreglármelas sola y después sentirme McGyver en vez de retrasada mental porque no logro abrir un paquete que dice "abre fácil". Tch. o Sh. (depende de dónde naciste).

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  4. Ah, para sumar a mi lista de fuentes de frustración, aviso que soy Mariana, pero Google solo me deja publicar comentarios de manera anónima.

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  5. Imagino a la gente ahí en Lyon discutiendo si las instrucciones deben interpretarse según Foucault o según Sartre.

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  6. Que pluma para describir situaciones cotidoanas!👏👏👏

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