Las almas dulces tarde o temprano se encuentran

        En Historia universal de la infamia Borges titula sus relatos con adjetivos inconcebibles para el sustantivo en cuestión: El incivil maestro de ceremonias Kotsuké No Suké, El atroz redentor Lazarus Morell, El impostor inverosímil Tom CastroEl asesino desinteresado Bill Harrigan

        Yo he dado con el mercader altruista.

        Alguien andaba hace unos días repartiendo por mi barrio una mermelada hecha en el Chaco que servía para instalar en la gente la solidaridad de la manera más eficaz: inoculándole culpa. Al pobre le pasó lo peor: vino a caer en una casa donde le abrió la puerta un servidor. También de Borges es la idea de que todo encuentro casual es una cita.

        La mermelada, obviamente orgánica y producida de manera sustentable por gente organizada en forma de cooperativa (la más burda maniobra para hacer fraude a las leyes laborales que se conoce en mi país), ofrecía como supuesto atractivo que su producción se fundaba en el sonsonete del “precio justo” pagado al productor de la fruta. Así llaman a la idea de pasarle la cuenta a otro de una explotación ineficiente por la falta de escala y de tecnología, y a arrogarse la sabiduría para determinar qué es justo para miles de productores de fruta según sus millones de circunstancias, y para millones de consumidores de mermelada según sus trillones de circunstancias. También, a un afán por preservar las fuentes de trabajo de una manera algo curiosa (con el mismo criterio debería prohibirse la maquinaria agrícola para que los campos debieran ser arados con las uñas). Estas ideas presuponen además que todo lo viejo es valioso y debe mantenerse, una idea de las más reaccionarias que pueden imaginarse. Se trata de que a los hijos del desdentado que cosecha fruta en el Chaco ni se les ocurra emigrar, emprender nada nuevo ni capacitarse en algo distinto. Como las cooperativas y ONG honestas que se forman para eso también son inviables, terminan pidiendo subsidios estatales y trasladando también ellos la cuenta de su ineptitud a todos sus vecinos.

        En 2006 vi en París una cafetería que se decía adherida a la organización Commerce Équitable, que en un folleto ponía como ejemplo de su valiosa contribución a la humanidad la historia de Santiago, un cafetalero guatemalteco, y sus siete hijos, que gracias a Commerce Équitable habían progresado de manera notable: habían logrado comprarse una mula. Tuve que buscar en el teléfono la traducción de une mule porque me parecía una broma y yo entiendo bastante poco el francés. Sí, quiere decir mula nomás.

        Le dije al de la mermelada que me parecería acertado enseñarle al productor de fruta cómo podría crear riqueza para sí y para el prójimo con algún producto o servicio que los demás valoraran de manera espontánea, y que no hacía falta que se tratara de lo que él creyera “esencial”. Después de todo, hay prósperas empresas yerbateras pero ninguna necesidad de tomar mate, como lo prueba el hecho de que la mayor parte de la humanidad desconocía la existencia de esa bebida antes de ver fotos de Messi bajando de los aviones.

        Preocupado yo también por ayudar a que pudieran progresar las familias de los productores chaqueños de fruta, me puse a pensar en algo que pudiera proponerles a través del vendedor solidario de mermelada. Me vinieron a la mente tres ejemplos de servicios que me parecieron muy atractivos para que ofreciera alguien interesado en el prójimo: un bar adonde la gente fuera a entretenerse arrojando hachas a un blanco, un servicio de limusinas para llevar mascotas (los vi a ambos en los Estados Unidos) o una librería de primeras ediciones donde trabajara un sommelier para guiar a los visitantes en la experiencia de oler libros antiguos (mi amigo Hugo me asegura que vio semejante cosa en Qatar cuando fue por el fútbol). Cualquiera de esos servicios, ofrecidos en el lugar apropiado, produciría más bienestar que cosechar fruta a machetazos. Ocurre solamente que no se le ha ocurrido a la gente de Villa Ángela, Corzuela o Charata.

        Así y todo, compré un frasco y el hombre me preguntó al día siguiente qué me había parecido. Le dije que no sé distinguir muy bien mermeladas, pero que estaba muy rica. El hombre podría haber cerrado la boca en ese momento para terminar la relación conmigo relativamente en paz. Pero siguió pertinazmente, cual Testigo de Jehová, y remarcó que la tarea de su cooperativa ayudaba a que la gente conservara la tierra, factor elementalísimo para la digna subsistencia. Cuando le pregunté si sabía por qué en Singapur y en Hong Kong no tienen tierra ni para poner un malvón pero muestran los PBI per capita más altos del planeta concluyó que la cooperativa que él representaba no se apoyaba en valores mercantiles, sino en otros “más profundos”.

        Nunca una persona a la que yo le hubiera comprado algo me despidió calificándome de superficial. Que seguramente es verdad. Pero también sé que soy gordo y no me gusta que me lo digan.

-Ω-


Comentarios

  1. Toma pa' vos. En lo que se tarda para decir que "no se apoyaba en valores mercantiles sino en otros más profundos, el tipo desbarató todos tus señalamientos de proyectos que seguramente son muy antiguos o demasiado modernos. Además, tenes que adelgazar.

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  2. Sí, Rubén. Estoy en eso. Me faltan algunos gramos. Unos quince mil. Un abrazo, MG

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  3. Me parece que la mejora de vida del cafetero guatemalteco es el modus vivendi de un montón de burócratas dedicados a hacerte sentir un crápula por usar las matemáticas, obviamente obteniendo un rédito en el proceso.

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