De libros, apocalipsis y finales felices


        


        En 1991 la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos preguntó a sus usuarios qué libro había sido más influyente en sus vidas. Los dos primeros lugares correspondieron a La Biblia y a La rebelión de Atlas, la novela de 1957 escrita por la atea Ayn Rand. Como en el Cambalache de Discepolo, "La Biblia junto a un calefón".

        Convicciones religiosas aparte, en términos literarios La Biblia me parece el mejor libro jamás escrito. O, en realidad, la mejor obra colectiva. Un aplauso para el compilador. El Antiguo Testamento es un muy buen thriller. Dan, es verdad, un poquito de repelús tantos misterios, traiciones, venganzas, ingratitudes, caprichos divinos y miserias humanas. El Nuevo me parece una bellísima historia de caballería andante (o de burrería andante) mucho antes de que llegara Alonso Quijano, que ahorró once apóstoles. Aunque también tiene sus cosas desconcertantes: manda poner la otra mejilla, algo que si hiciera todo el mundo sólo fomentaría la violencia; también, a honrar al padre y a la madre, cuando es evidente que al honor hay que ganárselo, que para ser tal debe merecerse. Pero errores de tipeo tiene cualquiera: si nadie sabe cuál es la versión auténtica de la Divina Commedia, acaso la obra literaria más importante de todos los tiempos escrita a principios del siglo XIV, es imposible que durante dos milenios la intervención de amanuenses, inquisidores, concilios e imprenteros mantuviera inalterado cualquier manuscrito. No inventamos nosotros las fake news. Pero extraigo muchos pasajes que revelan una fenomenal sabiduría en alguien que algunos consideran el Mesías y otros, un profeta más o solamente el hijo del carpintero.  Por ejemplo, el de Mateo 6, 34 que dice “a cada día le basta con su afán”. Es el mejor ansiolítico de los que me han prescripto.

        Al revés, La rebelión de Atlas me parece, como novela, un ladrillo indigesto. Mil doscientas páginas de exasperante detallismo de una rusa que escribía en inglés que usa héroes puros y villanos perversos para exponer un sistema filosófico que luego hace explicar al héroe principal mediante un discurso que cabe en cuarenta páginas. El coordinador del taller literario del centro de jubilados de General Pacheco diría que sobran las mil doscientas de la novela, o las cuarenta del folleto explicativo. Sin embargo, y aunque no entiendo gran cosa de filosofía, ningún libro ha descripto como ese las interacciones humanas. Yo lo leí tres veces; la tercera, anotando en el margen todo lo que de ese relato encontraba reflejado en mi vida cotidiana, en la historia de mi país, en lo que yo había vivido en ambientes de trabajo o en cualquier grupo humano. Repaso esas notas y me sigo asombrando.

        En el fondo, los guiones de los dos libros no son tan distintos. Ambos describen un éxodo de gente virtuosa hacia la tierra prometida detrás de un líder. Uno es el de los perseguidos hijos de Israel que apuestan a la llegada de un Mesías. El otro, el de los Atlas que mueven al mundo y que un día se cansan de aguantar parásitos, de ser víctimas de la perversión de un tipo autodestructivo de altruismo, de ser castigados no por sus defectos sino por sus virtudes, construyen un estrafalario refugio en las Montañas Rocallosas y se esconden ahí, convencidos de que los saqueadores tarde o temprano les pedirán que regresen. En los dos libros los héroes comienzan su tarea en condiciones desventajosas, como el cowboy que pelea solo contra un sistema. En uno hay un Salvador que nace entre ovejas malolientes bajo un poder imperial -o nacerá alguna vez, para los que leen solamente la primera temporada de la saga- y termina reinando sobre todo el universo. En el otro, una joven de apariencia frágil (mujer, ya en esa época) toma la gestión de una empresa quebrada, tiene a toda la cultura en contra, pero sale adelante. Ambos describen la vida como una trabajosa navegación en medio de horribles circunstancias. Pero los protagonistas no descuidan las cosas lindas de la vida, también se dan sus gustos: Jesús hace su primer milagro convirtiendo el agua en vino para una fiesta de bodas y los héroes de Rand se identifican entre sí porque silban una sinfonía en medio de la destrucción. 

        En ambos se cuenta un final feliz, pero al cabo de un camino bien escarpado. En la novela, el costo que hay que pagar para que los parásitos aprendan la lección es muy alto. Y de los Evangelios me gusta la parábola de la cizaña y el trigo: aunque debemos confiar en que el bien triunfará, las calamidades van germinando de manera pareja junto con los anticipos del premio mayor. 

        ¿Literatura fantástica? Más o menos. En el mismo siglo aparecieron la penicilina y los nazis. Cuando habíamos dejado de considerar enfermos a los zurdos y de forzarlos a escribir con la mano derecha, en Cuba fusilaban homosexuales por “contrarrevolucionarios”. Hay balseros que huyen del hambre o de la persecución, pero les da abrigo y comida una Europa donde hace no mucho ni siquiera los piamonteses acogían a sus vecinos lombardos. A pesar de que entre los años 1800 y 2000 la población mundial creció seis veces, la cantidad de bienes consumidos en promedio por cada individuo se multiplicó por ocho y medio. En ese breve lapso creció la expectativa de vida de 26 a 66 años, se redujo la extrema pobreza del noventa por ciento a menos del diez y hay muchísimas menos dictaduras, homicidios y guerras, como explican, entre otros, el canadiense Stephen Pinker en Enlightenment now, la norteamericana Deirdre McCloskey en The burgeois virtues y el israelí Oded Galor en The journey of Humanity.  La vida del trabajador rural es hoy más placentera, segura y larga que la de cualquier antepasado. Al mismo tiempo, en la primera potencia mundial a un inestable e inescrupuloso lo sucede en la presidencia un incompetente y senil. Rusia invade Ucrania y pareciera que estamos calentando el planeta con riesgo de destruirlo, pero hemos frenado la pandemia de Covid con “solamente” siete millones de muertos, diez veces menos que las que produjo en 1918 la peste española, cuando la población mundial era casi una quinta parte de la de hoy (¡cincuenta veces más eficiencia!). No creo que nos guste ser operados sin anestesia como harían los mayas. Pero, también es cierto, un artesano del siglo XVI se horrorizaría si tomara un ascensor donde todos estuvieran mirando un cuadradito lleno de letras e imágenes y ninguno dijera “buenos días”.

        Un profesor de la universidad, que era aristotélico-tomista (aplausos por eso), pero también de esos que habían hecho un puchero entre catolicismo e ideas fascistas, nos decía que después del teocéntrico siglo XIII la humanidad sólo había empeorado. Tan entusiasmado estaba con semejante idea que, ya casi en éxtasis, nos preguntó: “¿No les hubiera gustado vivir en el siglo XIII?”. Un compañero mío le contestó: “Y…, depende, doctor. Como arzobispo o príncipe tal vez sí, pero como siervo de la gleba tendría que pensarlo un poco más”. 

        No vale elegir de la canasta sólo las cerezas que nos gustan, como hacía ese profesor. La vida viene así, en un solo paquete, toda mezclada como en Cambalache. En España dirían "que son lentejas, las tomas o las dejas". 

-Ω-

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