Elogio de los caranchos escrito por un abogado


       

        Sí, el título es un plagio algo bestial de Elogio de los jueces escrito por un abogado, de ese toscano colosal que fue Piero Calamandrei. Con su permiso, maestro, y tómelo como un homenaje de este oscuro procurador de provincias cuando se cumplen cien años desde que usted publicó su joya Demasiados abogados.

        Ocurre que ahora los abogados no sólo son demasiados (en un país que, así y todo, no se caracteriza precisamente por respetar las normas mucho que digamos), sino que se comportan como una manada. Eso produce algunos fenómenos curiosos, como una sentencia que acabo de leer y que me pareció bastante divertida.

        Invocando la representación de los abogados porteños, el colegio que los agrupa de prepo demandó a una cámara de empresas aseguradoras de riesgos del trabajo que había hecho una publicidad de mal gusto. Para indicar que no hacía falta contratar abogados para tramitar ciertos reclamos esa cámara había aconsejado evitar “los caranchos”.  Así se denomina en mi país a los abogados que andan por la vida detectando gente para convencerla de que haga un pleito por lo que sea. Son el equivalente a lo que en los Estados Unidos llaman “perseguidores de ambulancias” (ambulance chasers).

        La denominación puede, en efecto, ser ofensiva, porque el carancho es un ave de carroña tradicionalmente considerada desagradable (eso me parece por lo menos discutible, porque el carancho se procura el sustento sin usar la fuerza y come seres que ya están muertos). Yo no pienso que la vulgaridad equivalga a la ilicitud. Si así fuera, Maradona debería haber vivido pagando condenas y no le habría quedado un cobre para alimentar a los hijos que le iban apareciendo a cada rato.

        Tengo que desagraviar a esa noble profesión. Los abogados-caranchos informan a la gente cuáles son sus derechos y la ayudan a que se los reconozcan. Digamos que detectan necesidades legales insatisfechas. Igual que los pájaros de los que reciben el nombre, que se sirven de las leyes de la naturaleza, ellos no usan otra cosa que los tribunales que hay, las leyes que hay, los jueces que hay, el teclado del computador que tienen, nada de lo cual es su propia creación. Los líderes del sistema les ofrecen el menú y les tienden la mesa.

        Supongamos que un juez detecta que un carancho letrado embarcó a alguien en una demanda judicial para pedir algo que podría haber obtenido a través de una página de Internet o de un sencillo trámite administrativo (una contradicción en los términos): si ese juez no lo sanciona por haber contribuido a congestionar el sistema omitiendo informar al cliente de que disponía de caminos más eficientes es él, el juez, el que merece por lo menos la calificación de inepto, para no pensar que forma parte de la banda que gestiona ese negocio, Dios me libre y guarde de sospechar semejante cosa.

        Por esta nimiedad la justicia le otorgó al colegio de los abogados una indemnización por daño moral. Los jueces, apremiados por terminar sus razonamientos algo ligeritos antes de la una y media (¡no me venga ahora a demandar la asociación de los magistrados, que estoy bromeando!) no entendieron que una institución pudiera entristecerse, afligirse o angustiarse. Más bien parecería que presumieron un también inconcebible sentimiento colectivo, o por lo menos compartido por cada uno de los abogados. 

        El tribunal tampoco le hizo saber al representante que debía repartir ese dinero entre todos sus representados, pero a lo mejor eso no era necesario y el colegio lo hará de todos modos, porque los que pasaron por una escuela de Derecho saben que todo mandatario tiene que entregar lo que cobra a su mandante para no terminar preso. No sé cómo harán para no pagarles a los caranchos, que también integran la institución. No dan, que yo sepa, una credencial de carancho, o un certificado que diga que alguien está inmunizado contra el caranchismo.

        De todos modos, cuando me llamen para darme mi parte la voy a rechazar. Primero, por honestidad: a mí la calificación de “carancho” no me ofende aunque para ganarme la vida no necesite andar por ahí sobornando camilleros de hospital ni agentes de policía. Segundo, y más importante, lo que más me indigna no es el hecho de que vayan a indemnizarme, sino el importe con el que suponen que van a conformar a una persona riquísima como yo. Veo en el expediente que en mayo de 2023 la indemnización, con sus intereses, era de 7,4 millones de pesos. Dado que en el colegio porteño hay algo así como 120 mil abogados anotados para trabajar, a mí me tocarían sesenta y un pesos. Cuando escribo esto, son ocho centavos de dólar, ochenta gramos del tomate insípido que me venden en el supermercado o algo más de medio minuto del plomero que vino ayer a mi casa. Mi honra, mis sentimientos, mi dignidad, mi prestigio (imaginemos que algo de eso pudiera acaso existir) debería valer algo más.

        Un amigo jurista me ha prevenido de que ahora me podrían demandar a mí por lo que acabo de decir. Más vale que lo piensen bien antes de hacerlo: les voy a oponer la excepción de compensación y de lo que yo deba pagarles van a tener que descontar sesenta y un pesos. Si van a despertar al tigre les conviene usar un palo largo.

-Ω-

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