Explicaciones patrias

        En algún lugar debe haber un basural donde están amontonadas las explicaciones. Una sola cosa inquieta en este justo panorama: lo que pueda ocurrir el día en que alguien consiga explicar también el basural (Julio Cortázar, Un tal Lucas)

        Vivir en la Argentina significa someterse a diario a tribulaciones que serían inimaginables en otros sitios. No me refiero a los golpes de estado, a la hiperinflación, a los piquetes y saqueos, a las crisis financieras. Todo eso es, para nosotros, rutina o, como dicen los gringos, ordinary course of business. Me refiero a la necesidad de soportar la colección extravagante de excusas que utilizamos cuando hacemos algo mal y queremos salir del paso con alguna explicación. Echamos mano de lo normal, de lo predecible, de lo habitual para indicar por qué ocurrieron los accidentes. Como si dijéramos “este mediodía, desgraciadamente, debí suspender la cacería de luciérnagas porque era de día y no tenía oscuridad suficiente”.

        Trataré de superar el trabalenguas con algunos ejemplos que me vienen a la memoria así nomás, a vuelapluma.

        

        Primer acto. En la mesa de entradas de un tribunal, un 15 de diciembre.

        - Buenos días, vengo a presentar esto en el expediente Pirúlez c/ Mengánez.

        - Ay, doctor, le pido un favor. ¿No podrá ser después de la feria? Estamos hasta las manos.

        - Vine hoy porque me pareció que estaba abierto. 

        - Ja, ja, sí, claro, pero como estamos con la feria encima…

        - Todavía no empezó la feria, que creo empieza el 30 de diciembre a la una y media y se despierta bien entrado febrero, el día en que todos ustedes terminan de quitarse la arena de entre los dedos y de contarse cómo estuvieron sus respectivas vacaciones.

        - Entiendo, doctor, pero… sabe… fin de año es una locura.

        - ¿Quién de los dos vendría a ser el loco? ¿Usted o yo?

        - No me malinterprete.

        - En absoluto. Faltaba más. Lo grave es que lo he interpretado bien. Yo creía que la feria era un fenómeno estacional, y que se la toman así hace como ciento cincuenta años. Es la Pascua para los que hacen cosas de chocolate, como son los únicos días en que venden bien trabajan antes para hacer los huevos y los conejitos. ¿A ustedes la feria los agarró desprevenidos este año? ¿Pensaban trabajar en enero y de golpe se dan cuenta de que van a tener que interrumpir la labor?


    Segundo acto. En un quiosquito.

        - Hola, buen día, una barrita de cereal con sabor de manzana, por favor. Sírvase….

        - ¿Uy, no tendrá más chico? Me lleva todo el cambio.

        - ¿Para qué lo tiene si no es para dármelo a mí? Si vengo acá es porque espero que usted tenga dos cosas: barritas y vuelto. Me da igual si pone cuadros en la pared o perfuma el local con sahumerios.


Tercer acto. En una oficina pública.

        - Bueno, ya presenté todo, así que dígame por favor cómo sigue esto.

        - Bien, señor Marcelo, sí, parece que está todo completo… 

        - Disculpe, me inquieta lo de “parece”. Usted está acá para revisar justamente que no falte ningún papel, así sus compañeros no trabajan al cuete. Si usted no hiciera eso podría (debería) ser reemplazado por un buzón, que es más barato, que trabaja las veinticuatro horas y que no está sindicalizado.

        - Entiendo, bueno, sí, está todo, más o menos en treinta días hábiles se le va a conceder el beneficio.

        - ¿Cómo “el beneficio”? Acabo de leer en el artículo 14, inciso “f”, de la ley 28494, reglamentada por el artículo 88, inciso “ñ” del decreto 333/22, que a mí esto me corresponde, que ustedes están obligados a hacer lo que vengo a pedir. ¿Habría alguna razón para que decidieran lo contrario? ¿Dependerá de cómo haya hecho la digestión ese día el oficinista que deba firmar o qué?

        - No, bueno, se dice así.

        - ¿“Se” dice? Dígale de mi parte a “Se” que habla como el culo. Y que yo no le debo nada ni le quedaré agradecido cuando él haga su trabajo.


        Cuarto acto. En un restaurante porteño.

        - Señor, ¿por qué nos está atendiendo tan mal?

        - Disculpe, caballero, pero hoy estamos repletos.

        - ¿Repletos de qué? ¿De pingüinos, de murciélagos, de marcianos? ¿Les invadió la cocina un malón de tehuelches y se puso a degollar cocineros? ¿O son clientes que vienen a comer? ¿Qué esperaban encontrarse un viernes a las nueve y media de la noche?


        Quinto acto. Yo solo en la mesa de un bar, con el teléfono en la oreja.

        - ¿Che, Aníbal, qué pasó? Quedamos acá a las nueve, llevo veinte minutos y no aparecés.

        - Hola, Gobbi, ah, sí, sabés, no, como fue hace unos cuantos días y no confirmaste nada…

        - ¿Qué tenía que confirmarte? Vos también sos abogado. Se confirman los actos viciados de nulidad (relativa). Vos dijiste que necesitabas verme. Yo te convoqué estando en mi sano juicio (o por lo menos en mi no tan insano juicio, o durante un intervalo lúcido) y cuando tampoco estaba borracho o drogado ni frente a alguien que me apuntara con una pistola y vos aceptaste. Teníamos un acuerdo. Manejé casi una hora desde mi casa, tomé café y sigo pagando estacionamiento.

        - Gobbi, sos un hinchapelotas. Dejate de joder y arreglemos para otro día.


        Ese asombro por lo normal y esperable (o, lo que es lo mismo, esa elección de lo defectuoso) me hizo acordar a mi pariente don Bernardo Elgarte, el farmacéutico del pueblo, un hombre al que le sobraba sensatez pero que carecía de toda delicadeza. Decía lo que pensaba de manera tan brillante como brutal. Un día que estaba en la vereda pasó un conocido que tuvo la temeraria idea de invitarlo a un diálogo.

        - ¡Pero qué calor, don Bernardo!

        - ¿Qué mierda querías que hiciera en febrero, frío?

-Ω-


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