Por qué no hablo alemán



Tal vez sorprenda esta revelación, pero yo no hablo alemán. Ese dato no merecería ninguna explicación: tampoco hablo sueco ni holandés, no sé reparar neumáticos ni conozco la receta de los callos a la madrileña. Quiero decir que semejante carencia no tendría ninguna causa específica si no fuera porque sí la tiene.

  Siempre me atrajeron los idiomas. Mejor dicho, los distintos mundos que describe cada idioma. Porque es falso que esas convenciones tribales contengan, cada una, términos equivalentes. Los diccionarios bilingües sólo atinan a la aproximación para llamar a cosas que tienen alguna nota en común. Del mismo modo que es arbitrario que, por ejemplo, nos permitamos atribuir el mismo significado al término que usamos para señalar la Piazza Navona y la Plaza Once, lo es que digamos “río” para designar al Tajo y al Amazonas solo porque por ambos cauces corre agua.

Las traducciones tampoco dicen la verdad para nombrar lo que reputamos no ya parecido sino idéntico. Que alguien me venga a decir que siente lo mismo cuando come un bife de chorizo en La Brigada y cuando le sirven un boneless sirloin steak no sé cuánto en, por ejemplo, Dublin.

En Pierre Menard, autor del Quijote Borges hasta negó la equivalencia de dos textos escritos en el mismo idioma y literalmente idénticos. Pero dio un paso más, porque descubrió la fascinante interacción entre la palabra y la realidad cuando en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius refirió la iniciativa de quienes habían urdido una enciclopedia para describir un mundo inexistente que empezó a replicarse en la realidad. La palabra, en este caso la escrita, construyó el mundo. O acaso la realidad no haya tolerado demasiado tiempo sus diferencias con un texto apócrifo pero coherente. Tal vez se haya tratado del poder de la letra impresa. Savater opinó que en las guerras por motivos religiosos por lo general interviene alguna de las tres “religiones del libro”. Los animistas no suelen invadir reinos vecinos.

Todo esto de los idiomas viene a cuento (en realidad no viene a cuento, pero yo tenía ganas de decirlo) porque una vez intenté el alemán. Con esa lengua me pasó lo mismo que con las lecciones de golf: la curva de aprendizaje es inicialmente abrupta para felicidad del principiante, pero al poco tiempo se ameseta indefinidamente y la utilidad marginal de cada nueva clase tiende a cero. Uno se entusiasma porque ha logrado el vuelo de una pelota después de una casualidad, o de algún intervalo lúcido, pero al poco tiempo comprueba que pasar de ese modesto logro a un entretenimiento algo continuo insumiría no menos de dos intensas décadas. El aprendizaje es un espejismo.

Llevaba yo más de un año asistiendo al Instituto Goethe de Buenos Aires cuando, eufórico, descubrí que ya estaba en condiciones de pedir pan negro en Hamburgo, un resultado que se obtiene en pocos días con ese pobre dialecto bárbaro que llaman inglés. No tardé mucho en intuir, desdichadamente, que para administrar los tres géneros del alemán, sus declinaciones, la neurótica precisión que manda llamar Torte a un pastel que lleva crema pero Kuchen a un bizcochuelo seco y sus nueve (¡qué bestias!) maneras irracionales de formar el plural no me alcanzaría con la expectativa de vida que me auguraban las estadísticas. Contaba yo entonces con veintiún años.

Pero no fue la dificultad lo que me disuadió de semejante empresa. Me gustan los desafíos, las utopías y los esfuerzos inútiles: estudié Derecho. Lo que descubrí fue que el alemán no me serviría para una necesidad que a esa edad juzgaba más imperiosa que el pan negro: socializar con señoritas. Como yo carecía de atractivos de efectividad inmediata como belleza, musculatura, habilidades deportivas, distinción social o dinero, necesitaba de algo que me hiciera original. Por eso empecé a estudiar alemán, nada más que por haber pensado que semejante excentricidad, a falta de otras herramientas, serviría como anzuelo para iniciar conversaciones y despertar, si no atracción, por lo menos curiosidad.

        Un día me imaginé en un picnic primaveral buscando alguna manera de estimular el romanticismo, que como sabemos no se dispara tan fácilmente frente a un sobre de mayonesa asoleada y entre gente transpirada que interrumpe los diálogos para buscar la pelota. Pensé que nadie podría resistirse a un caballero que señalara un rosal y exclamara “¡Adriana, una mariposa!” (hace seis décadas a las niñas les ponían Adriana). Ni hablar si yo dijera farfalla: sucumbiría hasta la doncella más virtuosa (y dejaría inmediatamente de serlo). Pero si la expresión fuera Úrsula, ein Schmetterling! la rubia buscaría en su bolso lápiz y papel para apuntar las características más salientes del insecto e informárselas a un tío que trabaja en el Departamento de Entomología de la Universidad de Saarbrücken. A una mariposa puede atribuirse la condición de señal del destino, de alegoría de un amor contenido, de mensajera de Cupido. Con un Schmetterling eso me pareció imposible. También pensé que Adriana se derretiría si yo le dijera, ya deliberadamente instalado en el distrito de la exageración cursi, que por haberme ella sonreído me haría falta una ambulancia. Y que, en cambio, al escuchar Ich brauche einen Krankenwagen Úrsula llamaría al servicio de emergencias y si te he visto no me acuerdo.

        Por eso interrumpí mis estudios de alemán. 

-Ω-

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