Buenas noticias que sirven para llorar



                 En algún lugar debe haber un basural donde están amontonadas las explicaciones. Una sola cosa inquieta en este justo panorama: lo que pueda ocurrir el día en que alguien consiga explicar también el basural. 

Julio Cortázar, Un tal Lucas 


        Nada hay más beneficioso que la partida de una traidora, o que el descubrimiento de que ese al que creíamos amigo en realidad es una porquería humana. A veces la vida economiza y los dos episodios son uno: el que creíamos amigo se va con la traidora. 

        La revelación de la verdad parece un negocio bastante más conveniente que la prolongación del engaño. Uno debería brindar la mismísima noche en que ha descubierto que vivía con la ingrata, o que dedicó años a aliviar los padecimientos de un farsante. Sin embargo, hacemos de estas bendiciones una tragedia incomprensible.  

        La Pampa y el Trópico no tratan el asunto de la misma manera. En el tango, la “mina” siempre se ha ido con otro; en el bolero, en cambio, sigue ahí cerca arruinándole la vida al tipo.  Reconozco que los desengaños amorosos permiten fomentar el sufrimiento con bastante facilidad y meterlo en octosílabos cursis. Es más fácil llegar al sentimiento del lector con "cuando manyés que a tu lado se prueban la ropa que vas a dejar" que hacerlo interpretando la vida esta mañana a lo grillo, como le pasó a Nalé Roxlo, el que nos condenó a aprender la desagradable palabra “eglógico” (imposible de pronunciar sin salpicar al compañero de adelante, y que no veríamos escrita nunca más). 

        El primer tango cantado que se grabó fue, dicen, Mi noche triste, que refiere a un bobalicón que sigue vegetando después del abandono sin siquiera quitar los frasquitos que ella dejó, que son todos del mismo color, inservibles para saber qué diablos guardaba en cada uno (me parece que la percanta, además de pérfida, era medio lela), ni la guitarra  que se humedece en el ropero. Tampoco enciende la lámpara del cuarto el indolente. Así le va. Convierte en tragedia lo que debería haberlo llevado a hacer exactamente lo contrario: festejar el hallazgo, tirar al diablo los frasquitos, sacar la viola de su escondite y rasguear algo festivo pensando en una nueva Dulcinea, exista o no (mejor si no existe, porque cualquier amor cotidiano es mucho menos intenso que el que imaginó Alonso Quijano).  

        Entiendo que es difícil para un tanguero esta actitud, principalmente por lo arduo que resulta encontrar un tango que celebre algo en tiempo presente, pero el hombre podría festejar que lo ha iluminado la verdad con, digamos, Mano blanca, que describe a un carrerito del Once que está orgulloso de su chata adornada con una estrella de bronce, que trabaja sin protestar ni parasitar de los fondos públicos y que marcha muy contento con la ilusión de la cita que tendrá al atardecer en la esquina de Centenera y Tabaré. 

        No sabemos si los letristas de tango nos han hecho así de quejosos, o si la cosa fue al revés y ellos sólo comprobaron cómo éramos. Es cierto que todo texto depende de sus circunstancias (leer Pierre Menard, autor del Quijote, de uno que murió en Ginebra) pero también que toda página inexorablemente termina modificando la realidad (eso está en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, que yo nunca entendí). En cualquier caso, percibo en nosotros la costumbre de convertir en problemas lo que deberíamos celebrar, de utilizar situaciones normales y hasta deseables como explicaciones de lo que se frustra. 

        El diario El Chubut del 11 de agosto de 2020 titula “Cayó un molino eólico en Comodoro por el fuerte viento”. Luego de reponerme de leer que alguien que escribe por un salario precisa aclarar después que el molino cayó “al piso”, imagino a los dueños de la empresa haciendo declaraciones del tipo “¿Y, que quieren? Con este viento…” Imagino que habrán buscado precisamente viento cuando pusieron un molino en la costa patagónica. 

        Es habitual ir a comer, que a uno lo atiendan fatal, quejarse por eso y escuchar de un camarero que habla con voz resignada: “¿Sabe qué pasa, señor? Es que hoy estamos repletos”. El hombre quiere decir que el sitio está lleno de clientes que fueron a comer, no que esté sufriendo una invasión de pingüinos, de extraterrestres o de inspectores de Higiene y Seguridad en el Trabajo. Alguien habrá instalado un restaurante con la esperanza de que ocurriera justamente eso. 

        Los quioscos porteños son otro ejemplo de lo mismo. Cuando uno paga con un billete de los más grandes el quiosquero reacciona con fastidio: “¿No tenés más chico? Me llevás todo el cambio”. Uno se queda pensando qué otra cosa que no fuera mercadería y cambio debió procurarse esa persona antes de levantar la persiana. Yo no le pido que adorne su comercio con flores ni que lo perfume con sahumerios. ¿Y para qué necesita el cambio, si no es para dármelo a mí? 

    Ayer a las diez de la noche no pude tomar los quince minutos diarios de sol que me prescribieron por el asunto de la vitamina D. Es que estaba oscuro.

-Ω- 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Huracán vs. Belgrano de Córdoba. La crónica.

Día de la Tradición

Che, ocupate un poco más de tu vecino