Hay un demandado en el baño

 



        Leo en un diario italiano “un tribunal ordena a dos cuarentones dejar de vivir en la casa de la madre”.

        Uno podría quedarse en el título pintoresco de la noticia. Imaginarla como argumento de una comedia con el colosal Alberto Sordi o, ahora, con Checco Zalone, aquel que en Quo vado hacía cualquier cosa para aferrarse a un posto fisso tan estrafalario como inútil en la administración pública.

        También podría uno ponerse un poquito más serio y pensar en la triste realidad de lo que los italianos llaman mammone, un adulto que por la dificultad de encontrar un trabajo y el costo de la vivienda no tiene más remedio que vivir con sus padres. Bueno, no tiene más remedio a veces.

        No he visto la sentencia, solamente la crónica de los periodistas, que por lo general leen poco y entienden menos de asuntos jurídicos. Pero no parece que en este caso el tribunal necesitara echar mano de ninguna doctrina muy sesuda: hay una obligación de ayudar a ciertos parientes aunque sean adultos, pero eso requiere necesidad de un lado y posibilidades del otro. Parece que los dos grandulones de la noticia trabajaban. Supongo, por eso, que los jueces de Pavía (sede de la antiquísima y legendaria universidad del mismo nombre) no necesitaron ni un minuto de biblioteca para despachar el asunto. 

        Lo que me divierte es imaginar lo que acaso haya ocurrido dentro de ese grupo familiar que, presumo, ya era algo “disfuncional”, como llamamos en tiempos de corrección política a las familias que antes calificábamos como psicóticas, perversas o, redondamente, degeneradas.

        Pienso en el primer diálogo de la actora con sus abogados, que si eran gente honorable y no viles cazadores de honorarios deberían haberle preguntado si no disponía de otras herramientas algo más eficientes que el sistema de justicia para que la última etapa de su vida tuviera un poco más de dignidad. Llama la atención que una señora haya debido llegar hasta un poder judicial, que haya necesitado contratar a un abogado, fabricar un expediente y ocupar a un tribunal para remediar su propia tardanza en cortar el cordón umbilical (en este caso, un cordón inmobiliario). No sé, podría, por ejemplo, haber cortado la luz en el dormitorio de los parásitos, haber colocado un candado en el armario de los alimentos, ofrecer lasagne con mermelada en lugar de ragù de carne, para no pensar en el sencillísimo y económico cambio de llaves. ¿No estarían demasiado cómodos esos saqueadores? ¿Plancharían ellos sus camisas? 

        Los abogados viejos saben que rara vez los clientes cuentan toda la verdad (si es que cuentan alguna). Lo que suelen buscar en los tribunales es algo que les apuntale su castigada autoestima. Es cierto que los errores del pasado no obligan a continuar cometiendo otros, pero un chupóptero (perdón por el rebuscamiento, pero me gusta como suena esa palabra: "persona que, sin prestar servicios, percibe uno o más sueldos o que se aprovecha de otras”) no aparece porque ocurra una irresponsable combinación de moléculas, por las cartas que hayan repartido a la bartola el Creador, la Madre Naturaleza o quien fuera el responsable de las tribulaciones del mundo. También saben los abogados que sus clientes se muestran seguros de la absoluta justicia de la demanda que quieren iniciar, pero que duermen aterrados hasta el momento en que el demandado debe presentar la contestación, porque saben que va a contener alguna información desagradable. Las negras también juegan.

        Yo imagino a uno de los demandados de Pavía recordado aquella vez que su madre le sugirió que en lugar de ver a esa chica se quedara jugando a las cartas con ella (con la madre); o al otro, reprochándole el consejo de rechazar aquel trabajo en la librería Feltrinelli “no te conviene, son unos capitalistas explotadores que no reconocerán tu talento, hijo, vos estás para mucho más que vender libros”. Es más, los imagino asistidos por alguna ONG y reclamándole a la madre una indemnización por daño psíquico. En la Argentina, país donde los conceptos de víctima y de victimario no están separados por fronteras demasiado nítidas, los muchachos triunfarían en esa contrademanda y ejecutarían la sentencia embargando la casa materna, que inmediatamente dejaría de serlo.

       Me imagino alguno de los diálogos que perfectamente pueden haber ocurrido en esa “casa tomada” (por supuesto, la expresión es robada del portentoso cuento de Cortázar que lleva ese nombre, y que ya sabemos a qué intrusos aludía):

- Gracias por la invitación, divina la casa y muy rico todo, Ornella. ¿Podría pasar un minuto al baño?
- Por el momento no. Uno de los demandados lo está usando. Debería preguntarle al abogado si golpearle la puerta puede perjudicar mi situación procesal, y el hombre tarda como dos días en contestarme cada mensaje.
- Pero me hago pis.
- Te acompaño al bar de la esquina, querida.

        Y durante la sobremesa:
- ¿Mamá, no podríamos pedirle al juez que venga acá en lugar de que tengamos que trasladarnos nosotros tres con los abogados? Parece mucho más práctico.
- Buena idea. Dejame, yo me ocupo.

        O también:
- Buen día, mamá. ¿El café está listo?
- Buen día, amor. Sí. ¿Te lo llevo a la cama? No te olvides, el jueves tenemos la tercera audiencia. ¿Te le doy una repasada al traje?
- Sí, mamá, sí. No, no me olvidé.
- ¿Preparaste bien tus argumentos, hijo? No quiero pasar vergüenza como madre.
- Sí, mamá, déjame en paz, me sé cuidar solo, ya soy grande.
- Bué… claro, de eso se trata.

        Una vez me explicaron que la diferencia entre una idishe mame y una mamma italiana es bastante sutil: mientras la primera, entre gemidos, dice a su hijo “comé o me muero”, la segunda le grita “comé o te mato”. Es cuestión de elegir la actitud que nos parezca un poquito menos destructiva, aunque, como explicó Macedonio Fernández, casi siempre es tarde para nacer. Y para elegir madre.

-Ω-

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