De los diarios


        


        Como venía teniendo frecuentes cuadros de acidez estomacal, hace algunos años dejé de consumir las noticias sobre los asuntos políticos y económicos de la Argentina. Sólo leo frivolidades que analizo como aficionado que soy a las cuestiones de la comunicación humana. Puedo elaborar conclusiones temerarias porque nadie se entera de lo que escribo.

        Últimamente he desempolvado mis estudios de Semiología (vamos quedando pocos: falleció Umberto Eco) para dedicarme a estudiar las llamadas publinotas, esos artículos que parecen información pero que son avisos por los que alguien ha pagado.

        A causa de semejante interés por lo superficial he desarrollado cierta admiración por los agentes de prensa de dos modelos, actrices o algo así conocidas como “Pampita” y “la China Suárez”. Si uno toma La Nación, Clarín e Infobae del mismo día, aparecerá siempre en por lo menos dos de esos diarios la noticia de que alguna de esas damas padece de un forúnculo en la nalga derecha, fue a una reunión con la maestra de Geografía de su segunda hija o salió del Aventura Mall de Miami con dos bolsas repletas de ropa (nada asombroso en gente que tiene nalgas, ha engendrado hijos y visita cada tanto a un centro comercial). Cómo hacen esas agencias para que Pampita y la China esa -cuyos seudónimos evocan geografías tan disímiles- se nos aparezcan todo el tiempo en los mismos medios es un prodigio de profesionalismo que hay que reconocer. A cualquier pelandrún no le es dada la habilidad para fabricar una noticia de la nada. Un amigo me ha explicado que la revista Hola que hacen en España es una proeza literaria, porque es muy arduo producir ciento veinte páginas sin que a uno se le cuele alguna idea.

        En lo que va del año llevo contabilizados once barrios de Buenos Aires descriptos por un diario como lugares donde está ocurriendo “un sorprendente boom inmobiliario”. Raro, porque mis amigos notarios dicen que no hacen una maldita escritura. Salvo que novedoso sea que en algún sitio antes habría tal vez una verdulería y un taller mecánico y ahora han hecho una torre de departamentos, a mí me parece que solamente el primero de esos once booms podría sorprender en Buenos Aires, pero no los siguientes diez.

        Para esas engañifas se echa mano de la adjetivación hiperbólica que hoy parece obligatoria en las redacciones. Llaman “revolucionario” a todo lo original, y "hazaña" a cualquier buen resultado conseguido con algo de esfuerzo, términos que indignarían a Pancho Villa y a Cristóbal Colón, respectivamente. Del mismo modo, uno que vende churros o que baña mascotas a domicilio es “un emprendedor” y su negocio, “un éxito” si le ha permitido pagar un par de salarios el mes pasado.

        Leo una de esas notas que se refiere a un cocinero argentino al que se le ha ocurrido instalar en Londres un restaurante de una sola mesa, por supuesto grande. Solamente a una persona a la que le falta un hervor madurativo se le ocurre que la gente estará interesada en compartir su mesa con desconocidos. Eso puede ocurrir en la Feria del Calzado de Milán o entre universitarios ávidos de alguna conquista amorosa, pero no entre los individuos que gustan de la alta gastronomía como la que parece que intenta nuestro chefLa promiscuidad está contraindicada para una cita romántica, en la que habitualmente se procura la intimidad (más aún si el encuentro ocurre de manera clandestina) y tampoco favorece una comida de negocios, que reclama un ámbito confidencial. Se me ocurre que socializar donde come tanta gente es muy difícil: las mesas largas auspician el griterío (y además si el dueño es argentino pondrá música a todo volumen).

        Los que pagan para hablar con cualquiera han de ser personas desagradables que no han sido capaces de producir una sola relación de amistad ni siquiera para compartir una salida, de modo que tampoco se relacionarán con nadie de manera útil en el breve lapso de una comida. El prójimo les huirá. Este emprendedor de la nota merece quebrar, como ya lo hizo varias veces (confiesa que un restaurante le duró tres meses). Como los cocineros nunca ponen el dinero para abrir sus comercios, seguramente este argentino es uno que vive defraudando inversores, como hacen nuestros gobiernos cada vez que emiten bonos de la deuda soberana.

        Los consultores de negocios sabemos que los errores deben tomarse como una oportunidad. Su detección nos sugiere los ajustes que hacen falta. El restaurante-barraca londinense debería suprimir su carta internacional y ofrecer únicamente comida inglesa. Alguien que va a un restaurante de comida inglesa no puede estar interesado en comer bien, sino en otra cosa (mi hijo me acaba de mandar un chiste: “¿La comida británica es realmente tan mala? Si está correctamente hecha, sí”). Cuando yo estaba trabajando en una oficina de Londres mis compañeros celebraban la llegada del viernes con esa fritanga infame que llaman fish and chips y me invitaban a saborearla como si fuera un plato de la Emilia-Romaña. Si al cliente de un restaurante le apetece el inconcebible full English breakfast o el desangelado chicken pie es porque no ha ido allí con el propósito de comer como Dios manda, sino para otra cosa. Acaso ese sujeto sí esté dispuesto a iniciar una conversación insustancial con el desconocido de al lado porque sus modestas neuronas no le alcanzan para manejar la aplicación de citas Tinder, una solución bastante más barata para el problema de la soledad, y menos indigesta.

-Ω-


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