Día de la Tradición

        

Florencio Molina Campos

        Muchos ya han explicado que deberíamos haber elegido como libro nacional al Facundo, el mejor estudio sociológico de la Pampa, escrito en Chile por un loco de atar que todavía no había pisado ni un metro cuadrado de esa región. Difícilmente todas las tesis doctorales que se han escrito sobre el tema, sumadas, se arrimen a la obra de Sarmiento. Los líderes de la educación pública de hoy saben que el sanjuanino fue el escritor más importante que hubo en la Argentina. Comprendo que hagan como si no existiera: si analizaran un poco el estropicio que ellos han hecho (la mitad de los que terminan el secundario no entiende un texto de mediana complejidad) no podrían mirarse en el espejo sin empezar por lo menos con algunos mareos.

        Pero no, hemos puesto en ese sitio al Martín Fierro. Me parece una equivocación costosa. No porque le falten méritos literarios a la obra de Hernández, que me parece un poema portentoso, sino porque la burocracia de la “educación estatal” (una contradicción en los términos) ha vuelto a hacer de las suyas: no se ocupó de los valores del libro, sino de los del personaje. Lo excelso de la obra de Hernández no es el despreciable protagonista que le sirve de pretexto, sino la obra de Hernández. En lugar de estimular el disfrute del poema, los maestros se ocupan de ese gaucho indolente, pendenciero, racista (era un gringo tan bozal / que nada se le entendía. / ¡Quién sabe de ande sería! / Tal vez no juera cristiano / pues lo único que decía / es que era papolitano), refractario a la llegada de los que le mejorarían la vida, carente siquiera de alguna intuición sobre cómo vivir en sociedad, y lo convierten en algo así como un héroe, alguien que se rebela ante un sistema que lo oprime. A Fierro le faltaba un hervor para alcanzar la categoría de revolucionario, como sí la tuvo el finado Guevara, que si bien se entretenía fusilando homosexuales y fundió cada cosa que administró, no carecía de ciertas ideas (algún libro había leído), ni por supuesto de coraje.

        Yo nací en una zona semirrural de lo que se suele llamar la Pampa Gringa. Por eso los únicos gauchos que vi fueron unos que bailaban el malambo llenos de lentejuelas en un local nocturno de San Telmo al que penosamente debí acompañar a algún cliente extranjero. No sé si quedan gauchos en alguna parte. Pero, por lo que me han contado, los que había no me parecen precisamente la encarnación de alguna virtud.

        No contentos con semejante elección de héroe, o tal vez por eso mismo, hasta hemos acuñado el término “gauchada” para referirnos al favor, a la ayuda, a la actitud solidaria. Hay quien habla de “las virtudes del gaucho”, que es como referirse a las de los verduleros o a las de los esquimales. Habrá, supongo, esquimales honorables y esquimales depravados, y no imagino a un groenlandés pidiendo al del iglú vecino que le haga “una equimaleada”. Esas generalizaciones son atroces: a uno que me habló de “la nobleza del vasco” le dije que, a pesar de que mi abuela materna llevaba un apellido de ese origen, yo no predicaría esa virtud, por ejemplo, de los miembros de ETA o de Iñaki Perurena, uno que empleó toda su materia gris en un deporte que consiste en levantar piedras. Acaso él tendría en mente a otros vascos, no sé.

        Cada 10 de noviembre en mi país se celebra el Día de la Tradición, por la fecha de nacimiento de José Hernández. Ese día algunos oficinistas se disfrazan de gauchos, desfilan a caballo y suele (o solía) haber algunos certámenes de destrezas criollas. Entre ellos, el tontísimo juego de la taba, que consiste en arrojar el hueso de la rodilla de una vaca que sólo puede caer de alguna de dos formas, bien o mal, resultados que se denominan “suerte” o “culo”, respectivamente (es curioso, porque “culo” se usa aquí, como en Italia, para señalar la buena fortuna, no la contrariedad). Es imposible que alguien racional se excite con un juego que presenta una probabilidad de ganar del cincuenta por ciento. Se sabe que la abulia es uno de los síntomas de la gente que tiene las arterias tapadas por consumir tanto colesterol (precisamente, los gauchos se burlaban de Sarmiento porque agregaba ensalada a los asados: “es uno que come pasto”, decían los salvajes que tomaban mate sentados sobre un tronco, todo lo que habían podido desarrollar industrialmente era un asiento incómodo y sin respaldo).

        Fierro les tenía fobia a los que bajaron de los barcos, que hicieron templos, bibliotecas, teatros, hospitales, escuelas con la única pretensión de que los dejaran trabajar en paz. Temía a esa gente que nos convirtió en una de las poblaciones más prósperas del mundo, que además tuvo la principal industria editorial de habla hispana.¿Alguien conoce una institución fundada por un gaucho?  Circa 1930 decidimos abandonar ese camino y empezó lo que otros se dedicaron a arruinar del todo con mayor profesionalismo, y lo siguen haciendo con una tenacidad conmovedora. Hoy somos pobres y brutos. Eso por haber elegido bien a nuestros libros, pero mal a nuestros héroes. Se ha impuesto Fierro.

        Así y todo, como buen patriota yo también me he sumado a los festejos del Día de la Tradición. Quise rendir tributo a los que hicieron lo bueno que todavía queda. Entonces invité a la señora al restaurante de un pintoresco club de la colectividad húngara que hay en Olivos (¿cuántos húngaros habrán venido?). Homenajeamos a las mejores tradiciones argentinas brindando entre un plato de goulash y una porción de torta dobos. ¡Viva la Patria!



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