Che, ocupate un poco más de tu vecino

      


         Mido un metro con noventa, llevo zapatos cuarenta y seis y padezco de crónico sobrepeso. Alguna que otra vez mi “índice de masa corporal”, (eso resulta de dividir el peso por la altura al cuadrado y parece que no debe ser superior a veinticinco, o a veintisiete si a uno le toca un médico más gauchito), fue de más de treinta, lo que me colocaba técnicamente no ya en el distrito del sobrepeso, sino en el de una peligrosa enfermedad llamada obesidad. Denominaciones aparte, nadie me ha contado lo mal que la paso en los negocios de ropa, a los que entro cuando necesito reemplazar algo porque tiene un agujero, no porque me guste lo que veo en exhibición. 

        Mi desdén por la estética personal no es una expresión de anticonsumismo neogandhiano, sino otra vesión de La zorra y las uvas: como me cuesta muchas amarguras conseguir ropa, y cuando la consigo nunca es la que me gusta, me digo a mí mismo que dedicar energía y dinero a esa actividad es algo propio de gente frívola. O sea, lo mío es envidia.

        En una nota que le hicieron para el diario El Cronista, la dama de la foto farfulla sobre la imaginaria obligación de un mercader de fabricar en serie ropa que poquísimos le comprarán para satisfacer su derecho de vestirse como su vecina que se alimenta como un ser racional y va al gimnasio. Eso no es nuevo. Lo pintoresco es que la evolución que ella inspiró tampoco alcanza para satisfacer su voracidad. Diagnostica que las personas gordas que lograron ser aceptadas quién sabe por quién “se acomodaron al mercado” (yo tiendo a pensar que los mercados, al revés, se acomodan a lo que la gente prefiere, pero vaya uno a saber cómo es eso). Pareciera sentirse traicionada por sus discípulas, que es lo que todo líder fascista siente cada vez que la gente deja de comportarse como patitos de la fila e intenta el pensamiento autónomo. A la señora de la nota no la dejan conforme las damas que se le parecen ma non troppo. Eleva su morfología a la categoría de canon. Una campeona de la autoestima, o del narcisimo. 

        El problema de los derechos es que, puestos a buscarlos, vamos encontrando muchísimos en todas partes. Se está haciendo difícil que cada uno de nosotros sea garante de las situaciones de todos los demás. Convertir a la sociedad en una gigantesca entidad de ayuda mutua parece arduo si no es a los garrotazos.

        Pero, admito, mientras tanto de algo hay que vivir. Y la discordia humana es una buena fuente de oportunidades. Por eso voy a apoyar estas corrientes de pensamiento para captar clientes dispuestos a iniciar un pleito en la Argentina (que siempre es una insensatez, menos en estos casos). Luego saldré en la televisión y me convertiré en un abogado famoso. Sólo es cuestión de incitar a la gente a que de una buena vez descubra de qué manera le están pisoteando algún “derecho humano”. Rosa Parks se negó a darle el asiento a un blanco y sobre eso montaron flor de lío. Los incendios empiezan con una chispita en el lugar apropiado.

        Supongamos que induzco a alguien llamado Jacobo Goldstein a que enarbole su derecho (este sí indiscutible) a profesar determinado culto, un campo mucho más fértil para la discriminación que la gordura, como que ha provocado y sigue provocando el exterminio de millones de personas. Eso me permitirá invocar la obligación de que cada restaurante del país, incluso uno de un pueblo donde viven solamente dos judíos, tenga siempre disponible un menú kosher por si a Jacobo se le ocurre pasar por ahí. La amenaza será, lógicamente, una denuncia por discriminación, que sirve tanto para un barrido como para un fregado. Lo más leve que deberían pensar de Jacobo es que está loco de remate, o que es un parásito que pretende trasladar a todos sus vecinos el mayor costo de garantizar esos suministros y de organizar ese proceso, pero nadie gastará un minuto en esa reflexión. Luego aparecerá por mi oficina Thiago Mohamed (ninguna comunidad se resiste hoy a llamar Thiago a un nene), que vive en el Once e intima al restaurante Sarita & Samuel a que agregue comida halal. Animado por esas iniciativas otro vecino, Enrique Pereyra, reclamará a Sarita & Samuel que incluya en la carta a la bondiola de cerdo que a él tanto le gusta y que ha sido siempre una tradición en Cañada de Gómez, sitio de donde emigró y que le despierta las lógicas nostalgias de provinciano que necesita mitigar. De paso, Pereyra pedirá que le condimenten la pieza entera de bondiola con sal hiposódica porque no anda bien de la presión arterial y el derecho del consumidor a la salud está mencionado en alguna parte de la Constitución Nacional. Finalmente, llegará Susana Marinucci, que no tiene ninguna restricción alimentaria pero es albina, y demandará para que el restaurante instale un rincón al que no le llegue la luz del día, porque de lo contrario a ella le impedirán el ostensible derecho humano de salir a almorzar con su familia un domingo por mes.

        Eso mismo, sustancialmente, es lo que enseñan hoy en las escuelas de derecho y se derrama después en los tribunales (basta que se derrame una vez, después alguien copiará y pegará  ad nauseam el párrafo que le guste). Si alguno cree que exagero, le sugiero que lea la sentencia que dictó la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil de 2008 en Peralta c. Club Hípico Argentino. El tribunal condenó a una entidad privada a indemnizar el daño moral de un ciego al que, no obstante haberlo admitido como asociado, el club le había advertido que no podría practicar salto ecuestre porque no tenía instalaciones adecuadas para proteger su seguridad y la de los demás jinetes. Los jueces revolearon para eso una convención interamericana que prohíbe la discriminación contra las personas con discapacidad. De esa norma dedujeron que una asociación civil debía encarar obras para acompañar ese desafío de superación personal y tomar un seguro que no creo que les resultara fácil encontrar. Me parece que la leyeron medio por arribita: la convención obliga a los estados, no a los clubes privados, a dictar normas para eliminar progresivamente las barreras que impidan a las personas que tengan discapacidad “el goce de sus derechos humanos y libertades fundamentales”. 

        Como estoy seguro de que la mayoría de los argentinos sostiene que entre esos derechos humanos y “libertades fundamentales” (como si hubiera de las otras) se encuentra el de saltar a caballo literalmente a ciegas, sería interesante ver qué respuestas obtendríamos si hiciéramos de otro modo lo que sustancialmente es la misma pregunta: “¿está usted dispuesto a que le pasen la factura del costo de inmovilización de stock para que Marcelo Gobbi acceda a la misma variedad de ropa que consigue su hijo flaco?” Lo que no sabrá el encuestado es que a esa factura ya se la están pasando, para beneplácito de mi inminente firma de abogados.

-Ω-

Comentarios

  1. Hace 23 años que estoy buscando abogado para demandar a Francia para que se promulgue una ley que haga obligatorio servir panqueques con dulce de leche en los lugares donde venden su equivalente "crêpes" y creo que lo encontré. El panqueque con dulce de leche, no sólo es un legado argentino para el mundo sino también un derecho, el más fundamental en el ámbito panquequístico. Antes de conformarme con las truchadas sucedáneas como el "caramel au beurre salé" o la "confiture du lait", o, peor todavía, una mermelada de frutilla, hasta ahora preferí una buena capa de Nutella y tragarme la nostalgia. Pero si ahora se deja entrever un atisbo de posibilidad de justicia, me animo a soñar!

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  2. Creo que sos la de Lyon. He presenciado la discusión sobre si DDL o Nutella en tu familia. Creo que tus hijos votaban por el producto del Maligno porque estaba su franchute padre presente que los miraba feo. La gente de Francia no sabe nada de comer bien. No entiende la sutileza de hacer un asado con toneladas de carne de vaca per capita, y antes ofrecer como aperitivo empanadas de carne de vaca.

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  3. Google no sé lleva bien conmigo y no me.deja firmar. Sí, soy tu futura clienta de Lyon. La demanda sería al estado francés, no por el Nutella, sino por violar el derecho universal al panqueque con dulce de leche.

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