Superioridad asegurada

 


        La visión del estado sobre la economía se puede resumir en lo siguiente: si se mueve regulalo, si se sigue moviendo ponele un impuesto, y si deja de moverse subsidialo.

Ronald Reagan


        En la Argentina, un artículo de la Constitución Nacional que se les escapó a los que en 1994 escribieron tantos esperpentos en Santa Fe obliga al Estado a garantizar a los consumidores los beneficios de la competencia contra toda distorsión de los mercados. Creo que es el número 42, o por ahí anda, pero de todos modos esa no es información que sirva para gran cosa. Resulta que teníamos una constitución liberal y nadie se había dado cuenta. Pero no es lo mismo libertad que libertinaje (yo prefiero toda la vida el libertinaje, pero eso va en gustos).

        Es cierto que hay que competir, pero se impone algo de moderación en el éxito. La victoria produce arrogancia en unos y humillación en otros, y eso no es bueno para el alma de nadie. La derrota tiene, siempre, mayor dignidad, y mucho más potencial literario: Alonso Quijano molido a palos o Fierro echado a la frontera es lo que perdura en la memoria del lector. Hazañas hace cualquier loquito. Una cosa es que el mercachifle de Marcos Galperín instale en el mundo digital una especie de zoco marroquí para vender calzoncillos o detergente y otra, que les enrostre a los bancos que son unos elefantes carísimos y muy poco eficientes para hacer cobros, pagos y transferencias, que advierta a la gente que no hay necesidad de ir a ningún edificio ni de hacer colas para buena parte de lo que hacen con su dinero, e via dicendo. Un poco de respeto, chico nuevo de la cuadra, que el Santander fue fundado hace rato por la familia Botín, que por algo se llama así (hay que prestar atención a los apellidos: también tuvimos en la Argentina a los banqueros Moneta, Gastaldi y Escasany, y así nos ha ido).

        En eso andaría pensando uno que Milei designó Superintendente de Seguros de la Nación. El hombre, me parece, se hizo lío con el nombre algo intimidante de su cargo. Habrá creído que el prefijo “super” no proviene de que se le encomienda super-intendere (encaminar, dirigir) una actividad o super-visarla (mirarla desde arriba), sino de otra de las acepciones del prefijo: “exceso”. Como la fuerza de Superman, o de Las chicas superpoderosas, un dibujo animado con perspectiva de género que miraba mi hija cuando era chiquita.

        No la tiene fácil ese regulador. Debe, debería, meter la cuchara en cómo funcionan las aseguradoras. Es cierto que toda hacienda mercantil busca cobrar la mayor cantidad de dinero posible y gastar la menor. Pero las que supervisa el superpoderoso nuestro tienen un raro privilegio: a veces están obligadas a pagar algo a personas que les importan un pimiento porque no son sus clientes, y que si quedan disconformes tienen que consumir otro servicio ineficiente, el de los poderes judiciales del país, que a su vez requiere contratar abogados (sí, hace falta un abogado para ir a conversar confidencialmente con una aseguradora sobre el valor de un guardabarros delante de un tercero que no tiene autoridad para resolver nada). A mí, por ejemplo, me chocó un sujeto que estaba asegurado en algo llamado La Perseverancia Compañía de Seguros S.A., más que un nombre un augurio de lo que yo necesitaría después. Me recordé a mí mismo aquello de Clint Eastwood: “si quiere una garantía, cómprese una tostadora”.

        Lo cierto es que, apenas instalado en su sillón, y para desmentir aquello de que el puesto público implica poco da fare, ben pagato e molto tempo per farlo, este émulo de Tarquino il Superbo puso manos a la obra. Podría haber usado su carísimo tiempo inaugural para bajar el costo de su “curva de aprendizaje” de manera más provechosa si, por ejemplo, hubiera hecho una encuesta entre los que han sufrido un choque o un robo y preguntarles si están conformes con el sistema que él super-visa, cuántos de ellos piensan que han sido realmente indemnizados por una aseguradora, qué compañías dejan más conformes a los que reclaman y cuáles obligan a aceptar una oferta ruinosa para no terminar en la pesadilla de un pleito. Le darían creo, una información bastante útil para super-intendere (no desde tan arriba, un poquito más cerca de los interesados). En cambio, el hombre se ocupó de prohibir que las aseguradoras ofrezcan a sus clientes el servicio de asistencia mecánica y traslado de vehículos como lo vienen haciendo desde hace años, salvo en ocasión de un "siniestro", horrible nombre que le da esa gente a un choque y que en realidad oculta que lo peor todavía no le ha ocurrido a la víctima.

        Era esperable que el oficinista se ocupara con semejante nivel de detalle de los seguros de automotores, porque su apellido es Plate. Así le llaman en los Estados Unidos a lo que llevan los vehículos para mostrar su número de registro y que nosotros llamamos “patente”. 

        El señor Plate decidió regular un mercado como le gustaría a él que fuera, no cómo ha decidido aceptarlo la gente. No sabemos qué obstáculo habría para que las compañías eliminaran ese servicio si así lo prefirieran sus clientes a cambio de pagar una prima menor. A mí, por ejemplo, me viene bien que una tal Mapfre mande un señor que recarga la batería de mi auto cuando vuelvo de viaje. 

        Seguramente inspirado en las ideas de nuestro superfuncionario, la autoridad que supervisa a las clínicas y hospitales (lugares donde también hay superabundancia de sufrimiento) andará pensando en obligar a sus supervisados a que cierren las cafeterías donde hacen el aguante los parientes de los enfermos, y así repartir mejor el trabajo entre los bares de la zona. Después de todo son médicos, no empresarios de la gastronomía. Que se concentren en hacer bien las tomografías en lugar de servir cortados y medialunas.

-Ω-





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