Yo me bajo, ma non troppo



        LA NACIÓN le hizo una entrevista a alguien que participó de una de las tantas iniciativas que se propusieron fundar una comunidad regida por valores distintos de los habituales. Allí se cuenta que un grupo de personas de Buenos Aires llegó en la década de los años setenta a un lugar inhóspito de San Juan. Se instaló en un sitio que le dio el gobierno de esa provincia, que pronto debió comenzar a ayudarlos con muchas otras cosas porque en esa tierra, que había sido expropiada a un opositor, ni siquiera había agua. El experimento finalizó cuando los militares tomaron el gobierno y corrieron a palos a esos pioneros por “subversivos” (esa gente, me refiero a los militares, nunca fue muy buena para entre las distintas categorías de seres humanos que no llevan uniforme).

        Buscar una tierra prometida para vivir como a uno le venga en ganas es un argumento que se repite en la película de la humanidad. A veces, como en la historia bíblica, semejante idea obedece a motivos comprensibles; en otros casos entenderla cuesta un poco más. 

        No siempre es necesario el éxodo en sentido literal. Hay otras formas de aislarse. En Dinamarca, por ejemplo, los vecinos del barrio de Christania hacen lo que les viene en ganas con sus vidas y sus hierbas sin moverse del centro de Copenhague. Y en cualquier ciudad las personas no se visten de la misma manera, no cumplen los mismos horarios, no están obligadas a guardar silencio ni a pedir permiso a alguien para publicar un libro o para ir a la farmacia, todas normas que sí rigen adentro del monasterio vecino. Una versión algo más descafeinada y part-time de la vida monástica son ciertos clubes: yo cada tanto debo rechazar la invitación a almorzar en uno que exige el uso de la corbata (no sabría dónde buscar las pocas que tenía y que dejé de usar hace dos décadas).

        Por lo general los que se mudan para vivir en sociedades utópicas son personas que desdeñan lo material, que proponen que la propiedad comunitaria reemplace a la individual (no digo a la privada, porque lo comunitario también es privado, sólo que de varios) y que sostienen una ética altruista. Aplican la regla del finado Marx “de cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad”. Orwell, en Rebelión en la granja, la puso en boca de un chancho que se llamaba Napoleón, como un dictador, porque en caso de controversia sobre si alguien puede hacer un esfuerzo más, o si otro necesita algo, hace falta que resuelva la cuestión un tercero, que a falta de razones para dirimir algo tan opinable no tiene más remedio que hacerlo con un látigo en la mano.

        La huida para fundar una nueva sociedad aparece también en la vereda opuesta a la de la gente tan solidaria. Es el argumento del mayor himno a la ética egoísta de los mercaderes que se haya conocido, La rebelión de Atlas. En esa novela Ayn Rand imagina a un grupo de industriales exitosos que abandonan la producción, dejan el planeta en manos de los “parásitos” y construyen un pueblo escondido entre las Montañas Rocosas para vivir de intercambios libres fundados únicamente en el egoísmo racional. Hacen suyo el juramento del héroe de la historia, un tal John Galt: “juro por mi vida y por mi amor a ella que jamás viviré para otro ni exigiré que otro viva para mí”. En ese curioso pueblo un monumento homenajea al signo del dólar, porque según Rand para aprovechar lo que la mente y el trabajo de otro han producido (a salvo los pequeños favores, como tales voluntarios) sólo hay dos caminos: los dólares o las balas, y hay que elegir.

        Me parece que hay una diferencia entre los “atlas” de la ficción y los porteños que se exiliaron en San Juan. Los industriales de Rand no quitaron ni pidieron nada a nadie; al revés, abandonaron sus fábricas y sus campos petroleros para que los “parásitos” debieran hacerse cargo de todo lo que siempre habían querido saquear de mil maneras y así comprobaran su ineptitud para mover el mundo. En cambio, los nuestros se instalaron en tierras fiscales, descubrieron que abandonados a su suerte morirían y pasaron a depender de las decisiones que un gobernante ejecutaba con el fruto del trabajo de los contribuyentes sanjuaninos. Más o menos como los animales de Orwell, que le habían birlado la granja al pavote del señor Jones. 

        A lo mejor por eso el entrevistado dice “fuimos felices mientras duró”. Vivir de los vecinos ha de tener, seguramente, su encanto.

-Ω-

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