El mercader altruista

        La foto es del Reverendo Ike, un estrafalario pastor evangélico norteamericano que se paseaba en un Rolls-Royce y se dedicaba a calmarles la conciencia a los ricos. Intuyó algo poco elegante pero cierto: en un sermón dijo “lo mejor que uno puede hacer por los pobres es no ser uno de ellos”. Otra versión de la “opción preferencial”, un poquito distinta de la de Bergoglio. 

Pensé en ese personaje porque un vecino anduvo hace unos días repartiendo por mi barrio una mermelada hecha en el Chaco que servía para instalar en la gente la solidaridad inoculándole culpa por las penosas condiciones de vida de ciertas comunidades de esa provincia. El pobre cayó en una casa donde le abrió la puerta un servidor. 

        El producto se identificaba con las cuatro condiciones infaltables en ese tipo de iniciativas: era “orgánico”, había sido fabricado de manera “sustentable”, se fundaba en el sonsonete del “precio justo” que habría pagado el fabricante a los productores de fruta y lo comercializaba, por supuesto en negro, una cooperativa (que es una sociedad mercantil, aunque poca gente lo sepa).

        Lo de “precio justo” yo lo había visto. Consiste en pasarle la cuenta a otro de una explotación ineficiente por la falta de escala y de tecnología. Algún oficinista determina qué es justo para miles de productores de fruta según sus millones de circunstancias, y para millones de consumidores de mermelada según sus trillones de circunstancias. Es gente que no se ha tomado el trabajo de leer, siquiera para refutarlo, al finado Carl Menger, que demostró el carácter subjetivo del valor hace un montonazo de años. Y es un precio que decide, curiosamente, de manera unilateral el comprador. En 2006 vi en París una cafetería que se decía adherida a la organización Commerce Équitable. El folleto contaba la historia de Santiago, un cafetalero guatemalteco, y sus siete hijos. Gracias a Commerce Équitable esa familia había logrado comprarse une mule. Como mi francés es menos que elemental, me apresuré a buscar en el teléfono la traducción de mule. Sí, quiere decir mula, nomás. Una mula se compró Santiago. Me pareció un logro digno de festejo en el Medioevo, pero algo modesto para estos tiempos.

        La gente como mi vecino tiene buenas intenciones. Pero obtiene horribles resultados. Al presuponer que todo lo viejo es valioso y debe mantenerse, invita a los hijos del chaqueño a seguir haciendo lo mismo que hacía su bisabuela, en lo posible con los mismos utensilios, y logra que ni se les ocurra emigrar para hacer otra cosa. Como las cooperativas honestas que se forman para eso (algunas hay) también son inviables, terminan pidiendo subsidios estatales y trasladando la cuenta de su ineficiencia a todos sus vecinos. 

        Al de la mermelada le dije que, me parecía, las condiciones materiales de vida no dependen de que existan recursos naturales (Chaco debe de tener más que toda Bélgica), sino de que haya inversión. Que invierta un capitalista privado o el estado es cuestión de gustos, pero la correspondencia entre el nivel de inversión y los salarios ocurre de igual modo en Cuba y en Alemania. Bueno, no con iguales resultados. Por eso gana más el que maneja cuatro horas un tractor que tiene aire acondicionado, teléfono y GPS que otro que ara doce horas al sol con la ayuda de un burro. Sin embargo, hay quien encuentra virtuoso mantener esa modalidad (aunque no elegiría operarse sin anestesia). También le dije que me parecería acertado enseñarle al productor de fruta cómo podría crear riqueza para sí y para el prójimo con algo que los demás valoraran de manera espontánea, sin necesidad de evocar chicos descalzos. Entre la obesidad y la diabetes muy poca gente que yo conozca consume mermelada. Le mencioné tres ejemplos de servicios que me parecieron interesantes: un bar adonde la gente fuera a entretenerse arrojando hachas a un blanco, un servicio de limusinas para llevar mascotas y una librería de primeras ediciones donde trabajara un sommelier para guiar a los visitantes en la experiencia de oler libros antiguos. A los dos primeros los vi, como es fácil imaginar, en ese manicomio a cielo abierto que es la ciudad de Nueva York. Mi amigo Hugo conoció el sitio para oler libros en Qatar cuando fue a ver el fútbol. Cualquiera de esos servicios, ofrecidos al target apropiado, produciría más ingresos que bajar fruta a machetazos en Corzuela para hacer mermelada. Le dije que lo importante no es fabricar cosas imprescindibles (que, salvo un pan al día, abrigo y alguna medicación, no existen), sino todo lo contrario: hacer que otros deseen cosas poco imaginables de tan superfluas.

El hombre no entendía si yo le hablaba en serio o si me estaba burlando de él. Así y todo, caí presa de la extorsión de la buena vecindad y le compré un frasco. Podría él haber cerrado la boca en ese momento e irse relativamente en paz. Pero siguió hablando pertinazmente, cual Testigo de Jehová frente a una puerta que se le va cerrando en la nariz. Remarcó que la tarea de su cooperativa ayudaba a que la gente conservara la tierra, factor decisivo para la subsistencia digna. Comprendí que sus protegidos chaqueños estaban perdidos. Cuando le pregunté si sabía por qué los países que muestran el PBI per capita más alto no tienen tierra ni para los malvones del balcón (Suiza, Singapur, Hong Kong, Luxemburgo) concluyó que su cooperativa no se fundaba en valores materialistas, sino en otros “más profundos”. Jamás un proveedor me había calificado de superficial. Para predicar el combate al materialismo, el bellaco no repartía poemas, sino mermelada metida en frascos de vidrio que llevaban una etiqueta (de las que hacen las imprentas, no los copistas benedictinos). Y no ansiaba mi cariño, sino mi dinero para que alguien, a su vez, tuviera tierra y no caricias. 

        Fe de erratas. Nobleza obliga: la mermelada no estaba nada mal. Y debo reconocer que sí echó a andar el círculo virtuoso de la economía: ahora tengo que pagarle otra consulta a la doctora Fabiana, mi médica de nutrición. Aunque sufriré una segunda humillación cuando ella me suba a su balanza, alguien deberá hacer el mantenimiento de ese maldito aparato, el técnico pagará estacionamiento, acaso se tome un café en el bar de la esquina, e via dicendo.

-Ω-


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