Un juez argentino versus la Real Academia Española
En mi condición de polígrafo, estoy por terminar uno de mis profundos ensayos y aparece cualquier novato para robarme el tema. En este caso, un tal José Claudio Escribano, que publicó algo titulado La quinta acepción de la palabra “judío” y los debates históricos sobre la lengua. Sé que no tengo derecho a impedirle a ese señor que se foguee para aspirar al periodismo, pero la vida a veces no es justa conmigo.
El juez Lijo, inverosímil candidato a la Corte Suprema de mi país, ordenó de manera cautelar a la Real Academia Española que retirara de su diccionario una acepción ofensiva (más bien, repugnante) de la palabra “judío”.
Más allá de que su competencia territorial no le permite a ese juez otra cosa que fantasear con que hará desaparecer de Internet el acceso a ese diccionario para los que vivan en la Argentina (y no sean muy habilidosos en el manejo de la red), el asunto permite reflexionar sobre la función de las academias de la lengua, sobre cuánta autoridad y capacidad de hacer daño uno les reconoce a esas personas que se reúnen en Madrid. Sobre esto último creo que basta con leer el divertido texto Las alarmas del doctor Américo Castro. Allí Borges dice que el personaje (que curiosamente vino a llamarse Américo) “descubre que las personas más cultas de San Mamed de Puga, en Orense, han olvidado tal o cual acepción de tal o cual palabra; inmediatamente resuelve que los argentinos deben olvidarla también… “
Puedo entender que el fundamento de la resolución no es una presunta autoridad de la Academia, sino la ostensible naturaleza discriminatoria de la acepción. Así y todo, muchos eruditos explican que en materia semántica la función de esas academias es meramente “notarial”, se limita a la comprobación de la manera de hablar de ciertas comunidades (ver, por ejemplo, lo que dice el profesor español Balmaceda Maestu Diccionario de la lengua española, ¿guardián o notario del idioma? publicado en el diario de nuestra Córdoba La Voz el 13/4/2024).
Probablemente, conformarse con una modesta función de comprobar lo que pasa haya sido un acto de realismo, a pesar de que los españoles se habían propuesto instalar una academia para algo más. Si uno mira los estatutos que le aprobó el rey Juan Carlos en 1994 descubre que su misión consistía en “velar por que los cambios que experimente la lengua española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico” y “cuidar igualmente que esta evolución conserve el genio propio de la lengua”. Son dos propósitos algo ambiciosos: mantener la unidad lingüística esencial, cualquier cosa que eso signifique, entre los habitantes de Guinea Ecuatorial y los de Cañada de Gómez, Maracaibo o Zaragoza, y evitar que se escape un genio de alguna parte. Uno le cuenta a eso a un norteamericano, que no se detiene a analizar si “noche” debe escribirse night o nite, porque le da igual, y hay que acomodarle la mandíbula porque el ataque de risa le dura dos días y sus noches. Nadie fundó una academia para ocuparse de cómo debe ser la que hoy funciona como lingua franca en todo el planeta.
Si fuera el caso de que la Academia sólo comprobara significados, la resolución del juez permitiría discutir su sensatez bajo tres puntos de vista. Primero, porque debería condenar a la comunidad de bestias que usa esa acepción (que la Academia no dice cuál es, si alguna de España, o de esa zona de Filipinas conde hablan el español chabacano, tan vastos considera esa oficina sus dominios en los que nunca se pone el sol) y no a quien anda por ahí con un grabador para comprobarlo. Segundo, estaría castigando el acto virtuoso de poner en evidencia semejante salvajada lingüística, pues la Academia califica a ese término como “usado como ofensivo o discriminatorio”. Tercero, estaría censurando al autor de un libro, algo que no parece bueno reconocer a los jueces, que no son competentes para todo lo que ocurre en un planeta lleno de gente miserable.
Si se consolidara la jurisprudencia sentada por el juez Lijo, alguna federación tradicionalista debería acometer contra el Facundo, que no deja muy bien parados que digamos a los gauchos ni a los indígenas. Esto presenta más confusión: la misma Academia recoge como acepciones de “gaucho” utilizadas en Argentina y en Uruguay la de “persona noble”, lo que encaja con que nosotros llamemos “gauchada” a un acto de generosidad, pero también la de “taimado”, que yo jamás oí (pero eso puede deberse a que nací en el sur de la provincia de Santa Fe, plena Pampa Gringa, y jamás vi un gaucho).
-Ω-
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