Tratado de Sociología, Tomo XXIX, Capítulo 32, "Uruguay"
Después de unos cuantos años volveré a visitar la República Oriental del Uruguay. Eso no es ninguna proeza: el país en cuestión queda casi enfrente de mi casa, no bien uno cruza eso que Juan Díaz de Solís llamó “Mar Dulce” de tan grande que lo vio.
Lo visitaré en unos días con motivo de mis treinta y cinco años ininterrumpidos de matrimonio (todos con la misma persona). Un contrato de semejante duración debería ser contrario al orden público, como pasa con las locaciones, pero el mío continúa vigente. Me indicaron que eso debía ser motivo de festejo o, por lo menos, que había que evocar esa historia de vida compartida, y que el Uruguay es un sitio, además de bonito, apropiado para los ejercicios melancólicos (alguien me contó que las computadoras que hacen allí no vienen con memoria, sino con nostalgia).
No necesito fingir simpatía por ese país, porque la tengo. Y evito la proverbial descortesía argentina de llamar “rioplatense” a cualquier uruguayo talentoso. Me pasa lo que a Macedonio Fernández cuando un crítico le atribuyó equivocadamente la condición de oriental y nuestro colosal chiflado respondió: “No tengo de uruguayo más que la circunstancia de haber vivido siempre en Buenos Aires. Pero, aunque sólo sea por ociosidad examinemos, sin ocuparnos de lo que perdería el Uruguay, qué ganaría yo con nacionalidad nueva. Sería yo de los uruguayos más jóvenes, pero es tarde para nacer”.
Como no puedo criticar a los orientales en cuestiones de cortesía, civismo y, en general, sensatez porque soy irremediablemente argentino y la comparación me abollaría cualquier residuo de autoestima, de puro competitivo que soy debo encontrar otros motivos para hacerlo. Desgraciadamente encuentro pocos, y no demasiado relevantes.
El primero es el café. Es muy difícil tomar allí uno que no esté hecho con granos ordinarios que, para disimular eso mismo, los nativos queman como hace un loco incendiario con la casa de la mujer que lo engaña. Llamar a eso alquitrán sería faltarle el respeto a ese noble insumo de nuestra Dirección Nacional de Vialidad. Yo sospecho que a las cafeterías de Maldonado las auspicia el enjuague bucal Listerine. O la Embajada de Italia, porque probar lo que sirven ahí es la mejor manera de que a uno le agarren tremendas ganas de estar en el café Gambrinus de Nápoles. Ese problema justifica la predilección que tienen los uruguayos por el mate y el desarrollo notable que han hecho de la habilidad para hacer todo utilizando un solo brazo mientras con el otro sostienen la botella térmica. No entiendo cómo Cirque du Soleil no pone en Montevideo su oficina de reclutamiento de acróbatas.
Comer en lugares económicos es otro suplicio. El mayor éxito que he visto en el desarrollo de una marca corresponde al “chivito”, una montaña de quince ingredientes arrojados arriba de dos panes y de un bifecito. Los bares amenazan también con un indescifrable “chivito canadiense” que en Vancouver no conocen. Yo me imagino al chivito y al “postre chajá” como el menú de un domingo al anochecer de alguien que hasta ese momento ignora que pocos minutos después se suicidará. Atención, que nosotros también comemos horriblemente (acompañamos las pastas con pan, ponemos queso roquefort al pescado -que, por eso, no podemos reconocer de qué especie es, ni siquiera si es pescado-, alabamos la contradictoria "milanesa a la napolitana" y antes de servir una tonelada de carne asada ofrecemos empanadas que también tienen carne nada más que para obstruirnos las arterias y andar por la vida haciendo tonterías), pero el chivito supera a cualquiera de nuestras heterodoxias gastronómicas. Si alguien en la cocina arrojara al plato de chivito un pedazo de dulce de membrillo o un chorro de pegamento para cuero nadie lo notaría en medio de tanta mezcla. Tal vez lo aprecian porque lo comparan con la herencia cultural de los primeros pobladores de esa región: imagino que al lado del finado Solís, al que se almorzaron los charrúas, el chivito sabrá de maravillas.
Por supuesto que el tango fue acunado en las dos orillas del Plata cuando no importaba nada que hubiera dos. Lo que me irrita es que los del otro lado sigan con el sonsonete de que Gardel nació en Tacuarembó. Eso ha sido suficientemente desmentido por un certificado de nacimiento que guardan en una oficina de Toulouse, y por el propio Zorzal en su testamento. Como toda herejía, esa versión parte de recortar mañeramente algún pedacito de verdad. Es cierto que Charles Romuald Gardés circuló durante un tiempo por Europa con un documento de identidad que indicaba ese dato inverosímil. Pero era un documento apócrifo. Se lo había dado un caudillo oriental ante el peligro de que Francia lo detuviera por considerarlo un desertor de la Primera Guerra Mundial. Los uruguayos repelen esa explicación porque si la aceptaran resignarían no sólo al que cada día canta mejor, sino al único artista de importancia que no les habría resultado de izquierda. En cualquier caso, y como decía Facundo Cabral, probablemente a los orientales les gusten mucho los tangos porque en casi todos muere, o por lo menos sufre, un argentino.
Bromas aparte, desde que empecé a escribir esto me persiguen algunas cuartetas de Milonga para los orientales que habían quedado algo borrosas en mi memoria y que me acaba de refrescar Miriam Herz cuando me mandó un video en el que China Zorrilla lee el poema. No hace falta decir quién es el autor.
(…)
Milonga que este porteño
dedica a los orientales,
agradeciendo memorias
de tardes y de ceibales.
(...)
El sabor de lo oriental
con estas palabras pinto.
Ese sabor de lo que es
igual y un poco distinto.
(…)
¿Quién dirá de quiénes fueron
esas lanzas enemigas
que irá desgastando el tiempo,
si de Ramírez o Artigas?
(…)
Milonga para que el tiempo
vaya borrando fronteras.
Por algo tienen los mismos
colores las dos banderas.
-Ω-
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