Tradizione, ma non troppa



        En la región emiliana de Piacenza, querida tierra de mis abuelos paternos, tienen una gastronomía exquisita. Y para premiar a quien mejor elabore alguno de los platos que integran la tradición local organizan el concurso Süppéra d’Argint (algo así como “sopera de metal” en el dialecto del lugar). Este año, el presidente del comité organizador declaró “hemos modificado el reglamento para garantizar la paridad de género, y ahora tenemos el placer de contar con el cincuenta por ciento de participantes mujeres”.

        Ha llegado al certamen de Piacenza la affirmative action inventada por los norteamericanos luego de su Ley de Derechos Civiles de principios de la década de los años sesenta del siglo pasado (lo que los norteamericanos adoptan en quince días se difunde entre los europeos un poco más tarde; entre algunos, nunca, como bien saben los que venden secarropas en Nápoles).

        La idea bien intencionada de las cuotas reservadas para minorías es la que aumenta el odio por criterios tan irracionales como el origen étnico o la orientación sexual, baja la autoestima de los que acceden a algo por el color de su piel o por sus preferencias en la cama y no por su capacidad y mérito, y produce todo tipo de fenómenos involuntarios, como el acceso a lo que sea de un integrante rico de una minoría por sobre uno que pertenece al grupo dominante pero que vive en la miseria. Lo más difícil es terminar el inventario de grupos de minorías, como lo demuestran los incensantes agregados al acrónimo “LGTB”. En los Estados Unidos, las preferencias raciales que rigen en el sistema de ingreso en las universidades que benefician a los negros y a los latinos no están siendo atacadas en la justicia precisamente por los blancos, sino por los asiáticos, que por alguna razón son los mejores estudiantes en todos los niveles, desde el kinder hasta Harvard, y que también han sufrido discriminación.

        Para encontrar ejemplos de minorías discriminadas que, no obstante, han prosperado hasta descollar, es inevitable recordar al pueblo judío. Difícilmente haya habido en la historia nadie más discriminado, y directamente perseguido, que los judíos. A pesar de ser demográficamente insignificantes en el planeta (Borges se burló de los antisemitas que lo acusaban de "ocultar maliciosamente su origen judío" diciendo “el verbo y el adverbio me maravillan... (...), imaginemos a alguien que en el año cuatro mil se la pasara buscando sanjuaninos por todas partes”), han dado uno de cada cinco premios Nobel. También los chinos son discriminados en el sudeste asiático y en la muy católica Filipinas, pero en esos sitios forman la comunidad más rica con abismal diferencia respecto de las demás.

        Pero volvamos al concurso plasentino y a su cuota de mujeres. Dos son las posibilidades: que haya entre los que cocinan más hombres que mujeres, o que ocurra al revés (por aquello de que la cocina francesa fue creación de los chefs, pero la italiana de las abuelas). En cualquiera de los casos, los organizadores habrían tomado a un grupo que no representa a la sociedad. Habrían procedido como alguien que se propusiera saber con qué mano utilizan las personas el cuchillo y compusiera su “universo” de encuestados integrándolo con mitad de gente zurda (hay entre un 10 y un l 5% de personas zurdas); o al revés, que incluyera zurdos en una proporción menor a la que existe. En ningún caso podría obtener una conclusión respetable. Una vez una CEO escandinava le dijo al recalcitrante de Jordan Peterson que su empresa cubría exactamente la mitad de todos los cargos con mujeres. El canadiense le preguntó si también hacían eso con los ingenieros. “Por supuesto, con todos”, fue la respuesta. Peterson le dijo que él jamás compraría uno de los productos de empresa, que evidentemente había renunciado a contratar a los mejores ingenieros pues únicamente el 35% de los graduados de esa especialidad son mujeres. El argumento no era moral, sino matemático.

        En el concurso de cocina hay otro elemento interesante. Si debieron poner esa cuota es porque naturalmente acudían más cocineros que cocineras, lo que autoriza a presumir que hay más de los primeros que de las segundas. ¿Es lícito que la gente que dice ocuparse de la tradición haga con ella cherry-picking, tome sólo lo que le gusta, rescate hábitos culturales injertándoles nuestras preferencias actuales, o eso sería la antítesis de cualquier tradicionalismo? ¿Qué diríamos de una asociación gauchesca argentina que tomara un cuadro de Florencio Molina Campos e, inteligencia artificial mediante, ubicara a la china al comando del caballo y al gaucho detrás?

-Ω-


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