Manual de derecho sucesorio
No es cierto que la vida imite al arte. Imita a la mala televisión.
Woody Allen
La sucesión de la escritora argentina Beatriz Sarlo demuestra que “toda herencia es un error de cálculo”. Es cierto que la finalidad de los testamentos no es beneficiar a alguien, sino principalmente joder al resto, pero bien usados esos instrumentos prestan algún servicio para economizar en la gestión de los conflictos.
Primero aparece un marido con el que ella no convivía. La ley dice que la sociedad conyugal se disuelve por la separación sin voluntad de unirse. El marido en los papeles lleva décadas viviendo en Chile. Si una cordillera en el medio no fuera suficiente prueba de lo que cualquiera llamaría “separación”, parece que Sarlo tuvo otra pareja estable después de esa y nada indica que fuera una pionera de las parejas abiertas, del poliamor o de cosas por el estilo.
El portero del edificio muestra una notita: la señora le pidió que se ocupara de su departamento y de su gata. “Queda a cargo”, dice la pieza literaria más desafortunada de Sarlo. Los abogados del portero creyeron ver en la encomienda todo lo contrario, un legado, entendieron que eso equivalía a dejar bienes y no males (a mi cuando me encargan algo me fastidio, no lo celebro). El papel ni siquiera tiene fecha, que es un requisito de validez de los testamentos. Alguien le dijo “mire, el ‘no’ ya lo tiene, por las dudas pida que lo declaren heredero, porque en los tribunales pasa cada cosa...”.
El gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires invoca una “una herencia vacante”, como si hubiera encontrado una bicicleta estacionada en la vereda sin cadena. Como si no le hubiera bastado con los impuestos absurdos que le cobró a doña Beatriz por sus dos propiedades, quiere consumar el saqueo.
Tanto revuelo en los diarios llama la atención de una señora que vive en Tandil y que, acaso, haya recordado en ese minuto que era prima de Sarlo. Grita “¡el envido está primero!”. Como se sabe, la ley presume sabiamente que todo el mundo quiere dejar sus cosas a los primos que puedan aparecer en Tandil.
John Grisham en El testamento cuenta la historia de un señor riquísimo de noventa años que convoca a sus hijos (todos unos parásitos) para el acto de firma de su complejísimo testamento por el que ha decidido cómo se distribuirán entre todos esos fracasados las decenas de empresas que tiene en todo el mundo. Sus abogados han estado trabajando muchos meses para hacerlo bien. El testamento ocupa centenares de páginas y varias carpetas de anexos. El testador quiere asegurarse de que nadie lo impugne y para eso convoca a tres celebridades de la psiquiatría que le hacen un completo examen de lucidez que se graba en video. Los profesores concluyen que su estado mental no sólo es bueno, es envidiable. El hombre firma el testamento y todos comienzan a celebrar y a gastar a cuenta. Desde los rincones, los hijos mandan mensajitos para confirmar la compra de un avión, llaman a sus los acreedores que tienen por deudas de juego para tranquilizarlos prometiéndoles un pago inmediato, y cosas así. Acto seguido el anciano toma una hoja de papel, le pone la fecha y la hora, y en dos renglones dice que deja todo a una hija extramatrimonial que nadie conocía y que es monja misionera en el Mato Grosso. Aclara que revoca todo testamento anterior. Después acerca su silla de ruedas a la ventana, se levanta y se arroja desde el piso cuarenta. ¿Alguien que se propone matarse un minuto después está lúcido cuando firma un testamento. ¿Y el dictamen de los peritos? ¿La lucidez comprobada dura un testamento, o dos? Ese es sólo el planteo de la novela, que es bastante entretenida.
Por eso, como dice un amigo sabio, “hay que tirar todas las cañitas voladoras que uno haya juntado si sospecha que se acercan las doce”. Y ante la duda no hay que demorarse, porque a lo mejor ya son las doce menos diez y uno simplemente lo ignora.
-Ω-
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